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Antonio Vega: Trovador de la triste figura

El sitio de su recreo ya no está aquí, está por ahí arriba, entre ángeles en chupa de cuero y zapatillas de baloncesto, y la chica de ayer (ya va siendo anteayer para nosotros los de entonces, que nunca seremos los mismos, ¿verdad Antonio?), aquella punkie de sol, espiga y deseo, aquella nuevaolera de nieve, huracán y abismos, bebe hoy y olvida en el Penta del cielo por él, por Antonio, cantante, compositor y poeta, cuerpo (escaso) y alma (gigantesca) del pop-rock español. Brinda porque hoy no es un día cualquiera aunque sepamos qué hora es, la hora en que volvernos a quedarnos huérfanos, como con Enrique Urquijo, con Carlos Berlanga. Antonio Vega, apenas cincuenta y un años, media movida, media historia de nuestro rock and roll de su puño y letra. Y qué letra. Antonio se dejaba llevar, se dejaba llevar por ti, por mí, por cualquiera que abriera las puertas de su mundo, ese mundo donde nos llevó la imaginación, la imaginación de aquellos años ochenta, cuando todo, también lo malo y lo peor, estaba por descubrir. Antonio se dejaba llevar, y mientras, durante treinta años, escribía canciones (la última "Antes de haber nacido", estrenada en Bilbao hace dos meses), dibujaba, hacía fotografías, actuaba, preparaba un libro ("Y si pongo una palabra", a punto de editarse), dejaba que ella pusiera sus manos en su pelo y luego te dejaba el corazón en parihuelas, el alma en bancarrota con un estribillo y cuatro acordes. Cuatro acordes que ayer reinventaba entre las nubes de las que a veces era tan difícil hacerle bajar. Silencio, brisa y cordura, durante medio siglo dieron aliento a su locura, y ayer una grave dolencia pulmonar se lo llevó desde el madrileño Hospital Puerta de Hierro, hasta la constelación de Orión, acurrucadito ya para siempre junto a Marga.

Antonio y Nacho García Vega, sangre de su sangre, hermano más que primo, reventaron la banca del nuevo pop español con Nacha Pop en 1978, un grupo que fue todo estilo en el fondo y en la forma, sobredosis de magia y precisión. Nacha aguantó apenas diez años sobre los escenarios de la movida, los justos y necesarios para dejar atrás canciones que ya son leyenda, que fueron rellenando los huecos vacíos de la estantería de nuestros sentimientos, desordenando la habitación de nuestra adolescencia: "Atrás", "Nadie puede parar", "Cita con el rock and roll", "Una décima de segundo", "No se acaban las calles". No, no se acaban las calles, no terminan de pasar, ni siquiera hoy, Antonio, que aparecen tan vacías, sin apenas tu sombra vagabundeando por ellas, vagabundeando por los garitos de la noche y de la vida, con la guitarra al hombro, que con el tiempo abultaba más que tú, pero en la que cada noche, tantas y tantas noches, seguías revolviendo el tiempo con el café, currándotelo a pesar de todo y a pesar de tus pesares, lucha de molinos, lucha de gigantes, tú, trovador de la triste figura, de los de melodía en astillero, delgado como el hilo que te sujetaba a la vida, ligero como un pétalo de rosa, pequeño como la púa con la que arrancabas desconsuelos, despedidas y pérdidas a esas seis cuerdas entre las que habías vivido y cantado a quemarropa, amado con alevosía, y escrito con premeditación como si fueras todavía un poeta recién casado.

Decía Antonio que estudiaba de aprendiz, pero cuando dejó Nacha se convirtió en maestro, en un cantautor que le tomó el pulso, con sus manos nerviosas, con sus dedos de guitarrista delicado, sutil, desconsolado, a una carrera más o menos en solitario, en la que volvió a escribir canciones de las que ya no se hacen, o cada vez se hacen menos: "Se dejaba llevar por ti", "El sitio de mi recreo", "Lo mejor de nuestra vida", "Esperando nada", "Tesoros", "Ángel de Orión". Antonio sabía que la vida era un momento en una agenda (siempre nos temimos un aciago día como éste, como ayer, marcado en rojo), una décima de segundo más para ver cómo espacio y tiempo juegan al ajedrez,y cómo tus canciones, entonces y ahora, y por supuesto para siempre, nos volverán a dar jaque mate.

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