El dilema de Guantánamo
El cierre de la prisión de Guantánamo fue una de las demandas más importantes del campo demócrata y, desde luego, una de las principales promesas del candidato Obama. Al llegar a la Casa Blanca el nuevo presidente quiso satisfacer las expectativas creadas, pero sólo fue ... capaz de ofrecer una solución de compromiso: cerrar la cárcel en el plazo de un año. Sin embargo dejó sin explicar lo fundamental: ¿cómo se juzgaría a los detenidos?, ¿qué técnicas se aplicarían en los interrogatorios?, ¿se mantendría la reclusión indefinida sin juicio previo?, ¿dónde se enviaría a los liberados?
Es sabido que resulta más fácil hacer promesas en la oposición que cumplirlas en el gobierno. Cuando la nueva Administración comenzó a estudiar el caso, esta vez en serio, descubrió que no era tan sencillo. Las «comisiones militares» creadas por Bush continúan siendo la forma más idónea para juzgar a un combatiente irregular, algo que a su pesar comienzan a reconocer. La condena a las «torturas de Bush» ha tenido que ser matizada por el nuevo director de la CIA, quien ha reconocido en el Congreso que llegado el caso, ante la inminencia de un atentado, pedirá permiso al Presidente para aplicar esos mismos métodos, al tiempo que comunicaba que en el futuro estos interrogatorios se harán en los países de origen, una forma elegante de externalizar lo que en casa escandaliza.
Como recordaba recientemente McCain, en la guerra está permitido retener indefinidamente al combatiente enemigo. Si Obama libera terroristas y éstos vuelven a las andadas, el presidente será responsable político de las consecuencias para vidas y haciendas, un escenario que aterra a sus asesores. Si, como han afirmado, los detenidos libres de cargo no se entregarán a gobiernos que practican tortura, ¿quién será el loco que acogerá a estos terroristas? No hay duda. Contra Bush todo era más fácil.
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