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Sueño roto: La crisis carcome la clase media

Sueño roto: La crisis carcome la clase media

«Estábamos deseosas de conseguir trabajo. En casi todos los sitios a los que íbamos dejábamos una solicitud de empleo. Pero, una vez contratadas como lijadoras de muebles, no podíamos creer que eso fuese lo que en realidad hacía la gente durante todo el día. Lo que habíamos imaginado que era el Mundo era en realidad resultado del trabajo de alguien. Cada tramo de acera, cada galleta salada. Todo el mundo tenía que pagar para poder disfrutar de una alfombra podrida y de una puerta», escribe la narradora estadounidense Miranda July en «Nadie es más de aquí que tú». La crisis que empezó en Londres y Nueva York ha acabado por contagiar como gripe sin vacuna a toda la economía mundial, y entre los mayores perjudicados están los países emergentes de Asia y Europa Oriental. Pero nadie se libra, ni en Texas ni en Entrevías, y menos en Nairobi o en el cono sur americano. Resulta trágico que tras una década de crecimiento que había logrado que millones de chinos e indios dejaran atrás la pobreza vean ahora tambalearse su recién adquirido estatus, y que esa degradación afecte a tantos que pensaban que habían ingresado por fin en la clase media, el anhelo que atiza el fogonero del mercado libre. La crisis más brutal en casi un siglo no ha terminado. Sus estragos destazan muchos sueños. Madrid: El largo viaje del valle de las Luciérnagas a Vallecas, por Alfonso Armada

Cuando el sol de las cinco de la tarde hierve en Entrevías, en el ya no tan bronco distrito madrileño de Vallecas, son las diez de la mañana en Yanzatza, Valle de las Luciérnagas, donde hace 42 años le nacieron a Franco Bolívar. Le saca brillo a la furgoneta de portes que todavía no ha terminado de pagar y que le permite trampear las malas horas que ahora pasa desde que se le rompió el sueño de vivir aquí una vida mejor que en su querida y amarga patria ecuatoriana. Se vino a esta orilla en diciembre de 1999, siguiendo los pasos de un hermano y de otras decenas de miles de compatriotas y compadres. Una devaluación del sucre, y una nueva crisis de las crónicas que sacuden al Ecuador, hizo que se volviera insostenible el restaurante que les daba para ir tirando: «Nadie pagaba».

Su odisea ha sido la de tantos emigrantes, una ruta que muchos españoles olvidadizos hicieron en dirección contraria. De los desocupados registrados en el Instituto Nacional de Empleo (hay nombres que los tiempos tiñen de sarcasmo), casi un 14 por ciento son inmigrantes (más de medio millón de almas), aunque esas cifras no le ponen ojos ni biografía a otras decenas de miles que no constan en las covachuelas, pero que también se vinieron a este país que crecía como pocos en la fortaleza Europa persiguiendo el sueño de ingresar en la clase media, de dejar de comer la sopa boba de los pobres, cambiar la ropa vieja por la de Zara, ser dueños de un techo, proporcionar un porvenir menos arduo a los hijos... Vivir una vida digna.

Empezaron llamando a las puertas de Cáritas, y cuando Franco y Rita se vieron reflejados en la recua de los mendicantes no pudieron sino recordarse de propietarios de una casa de comidas en la patria lejana y se les abrieron las carnes y el suelo: «Fue muy duro haber tenido de todo en Ecuador y vernos aquí obligados a pedir albergue y comida. Nos echamos a llorar». Pero a los ocho días su mujer se empleó de doméstica, y desde entonces no ha dejado de trabajar de sol a sol. Con peripecias así se templa el acero.

Dos meses después, Franco Bolívar se convirtió en peón de la construcción: mal pagado, pero sin que nadie pidiera antecedentes. De los cuidados de un anciano enfermo, y gracias a la generosidad de sus vástagos, que les firmaron un contrato, pusieron en orden «los papeles». Entonces «engancharon» una casa en Alcalá de Henares. Sirvieron a una «buena gente» y acabaron trayéndose a sus dos hijos, que se morían de añoranzas. Pero la vida de servicio a los marqueses alcalaínos no se compadecía con la de familia, de ahí que optaran por volver a buscarse la vida. Tras alojarse en casa de un hermano de Rita y compartir los cuatro el mismo cuarto, encontraron una casa en Entrevías. Habían abierto una puerta: ambos estaban fijos. Echaron cuentas: si dejaban un 40 por ciento de la nómina podían embarcarse en la compra del piso. La economía parecía entonces una ola que no dejaba de curvarse hacia el cielo y montados en ese lomo decidieron vender su casa y comprar otra, gracias en parte a la confianza del banco, que «ni siquiera pidió un aval. Como muchos, también nosotros nos beneficiamos del momento». Pero las cosas empezaron a torcerse, y con ellas el sueño de ingresar con pie firme en la esponjosa clase media.

Subió el euribor como el termómetro en los veranos de la villa y corte, y los pagos inapelables se pusieron en la linde de los mil euros mensuales. En marzo, Franco perdió su empleo en una empresa de limpiezas. «Al no tener trabajo, me consumo y me deprimo», confiesa con las manos desnudas, tratando de manter la dignidad, de poner al mal tiempo buena cara y hablando suave, aunque no resulte fácil con una deuda de 128.000 euros a cuestas. Su mujer gana 800 euros. La hipoteca se lleva cada mes 750, a los que hay que sumar 12 letras pendientes de 380 euros para que no le embarguen la furgoneta de reparto. Han realquilado un cuarto para poder comer. Pero no es de extrañar que Bolívar y los suyos piensen ahora en volver a casa, a la luz de las luciérnagas. A otro sueño.

Texas: El cáncer de todo un hogar, por Anna Grau

Nunca fue barato ir al médico en Estados Unidos. La ausencia de un serio sistema de salud pública universal obliga a suscribir seguros privados carísimos, individualmente o a medias con la empresa en la que se trabaja. Esta opción es la más extendida, pero tiene un efecto perverso: si te quedas en paro también te quedas automáticamente sin seguro médico cuando más lo necesitas. Es lo que les ha pasado a Danna y Russ Walker, un matrimonio de Texas, ambos de 46 años, que se consideraban de clase media hasta que a él le falló el negocio y a ella el empleo... con un hijo de 21 años, Jake, con cáncer de testículo.

El cáncer se declaró hace tres años y cuando los médicos lo detectaron ya se había extendido al abdomen. En los dos años siguientes hubo que extirpar el testículo y las partes más dañadas del abdomen y del hígado. Jake se sometió a quimioterapia de choque y a un autotrasplante de células madre tan agresivo que se le caía la piel a tiras. La buena noticia: después de pasar por todo esto, Jake lleva más de un año limpio de la enfermedad, dando negativo en todos los análisis. La mala: hasta la fecha su tratamiento ha costado 2 millones de dólares, y la factura sigue subiendo. Sólo por la última cita con el oncólogo les piden entre 700 y 1.500 dólares.

Era un drama humano y familiar, pero no económico mientras Danna trabajaba en la empresa de mensajería DHL (trabajó allí catorce años) y tenía seguro médico. Pero con la crisis ya no lo tiene. Por lo mismo se ha venido abajo el negocio de su marido, que era proveedor de DHL.

Sin seguro y sin dinero, el hospital amenaza con dejar de tratar a Jake si sus padres no pagan al contado y por adelantado. Inamovibles ante las súplicas —en ese hospital ejerce el único médico que dio esperanzas de curación a su hijo, y hasta ahora las ha cumplido—, sugieren que los Walker hagan examinar a Jake en otro centro, más barato o con más tendencia a fiar, y que después lleven los análisis a su único doctor de confianza, que es el único que les ayuda y que pelea por ellos. Hasta el punto de estar dispuesto a no cobrar por su trabajo.

Pero no basta. Los Walker ya no saben qué más hacer ni cuánto más humillarse para tratar de conseguir una póliza que cubra a su hijo. Es importante que no transcurra demasiado tiempo entre un seguro y otro porque entonces la aseguradora nueva se negaría a hacerse cargo de una enfermedad que pasó demasiado tiempo expuesta a la intemperie de los sin techo sanitario.

Los Walker ya han llegado al punto de pedir caridad, cuenta «The New York Times». Pero por muchos formularios que rellenen no es fácil que se la den porque lo único que les queda en el mundo, la casa donde viven, les impide acogerse a ciertas ayudas. Da igual que para pagar el último seguro de Jake hayan tenido que quedar a deber un mes de hipoteca. Y negociar diez días de retraso en el pago del recibo de la luz. Si esto sigue así se enfrentan a la perspectiva de convertirse en «homeless», en una familia sin techo. O eso, o saltarse los tests de Jake, y arriesgarse a que si el cáncer vuelve nadie lo vea venir hasta que sea demasiado tarde. Pekín: La fábrica global echa el cierre, por Pablo M. Díez

En su condición de «fábrica global», la crisis económica ha impactado de lleno en China debido a la caída de las exportaciones por la drástica reducción mundial del consumo. Sin embargo, los efectos del «tsunami» financiero han sido más fuertes en las clases bajas que en la clase media, sobre todo en los «mingong», los emigrantes rurales que habían empezado a salir de la pobreza trabajando en las fábricas de la industrializada costa. Desde que estalló la crisis tras los Juegos Olímpicos, en las provincias manufactureras de Guangdong, Fujian, Jiangsu y Zhejiang se han perdido 20 millones de empleos al cerrar más de 67.000 fábricas y los trabajadores han tenido que volver a sus paupérrimos pueblos en las regiones agrícolas de Sichuan, Henan, Hunan o Anhui. Uno de ellos es Zhang, un campesino de Hebei que ganaba poco más de 100 euros por interminables turnos de diez horas diarias en una empresa textil de Dongguan, cerca de Shenzhen y Hong Kong. Junto al resto de sus 300 compañeros, fue despedido cuando la firma entró en quiebra y ahora intenta ganarse la vida en el «mercado negro» de trabajo en una calle de Pekín.

De momento, la clase media no ha resultado tan perjudicada porque, a pesar de estar conformada ya por unos 400 millones de almas, es la mitad urbana de un país eminentemente rural con 800 millones de campesinos. En las ciudades, y al contrario de lo que ocurre en las fábricas, las empresas están limitando los despidos y han optado por recortar jornada laboral y sueldos. Eso no significa que la crisis no haya afectado a la emergente clase media urbana china. Liu Zhang, ingeniero enriquecido gracias al «boom» de la construcción, invirtió todos sus ahorros (200.000 euros) en bolsa. «He perdido el 70 por ciento», confiesa. Antes ganaba 4.000 euros al mes, ahora apenas suma 1.000. Sigue siendo afortunado: los salarios medios urbanos oscilan entre 200 y 300 euros.

Buenos Aires: «Acostumbrados a la crisis», por Carmen de Carlos

Cuando a Sergio Iván Lemos, fisioterapeuta de 37 años, le preguntan si su trabajo se resiente con la crisis, dice: «Mi profesión es estable. Las lesiones no tienen relación con depresiones económicas o tiempos de bonanza. A mí no me cambia el número de pacientes porque la vida sea más cara, pero ahora, con más dinero que el año pasado, puedo comprar menos cosas. Nuestro poder adquisitivo se ha reducido casi un 25 por ciento».

Casado con María Eugenia Di Luca, licenciada en Comunicación y contratada en el Ministerio de Educación, tienen dos hijas. Valentina, de 5 y Agostina que «pronto cumplirá los dos». La familia vive en el barrio residencial de Olivos, en las afueras de Buenos Aires, equivalente en Madrid a Las Rozas o Pozuelo. El piso, «de 70 metros cuadrados es propio. Tenemos dos automóviles, un Seat Córdoba y un Chevrolet Corsa», pero, aclara Sergio, «Eugenia va en tren a diario porque es más barato. A mí, no me queda más remedio que utilizar el coche».

Sergio es fisioterapeuta de las selecciones nacionales de hockey y atiende en consultorio o a domicilio. La familia tiene una empleada doméstica: «Viene tres veces a la semana, pero tenemos la suerte de poder contar con la ayuda diaria de las dos abuelas».

Maria Eugenia, de 35 años, compatibiliza su trabaja en el ministerio, «con traducciones de inglés, portugués y transcripciones de textos». Como su marido tiene jornadas más flexibles, él se ocupa de la compra. «¿Qué ha cambiado en menos de un año? Ahora, antes de salir, busco las ofertas en internet, espero los días de promoción y comparo precios. La carne, el queso y las pastas los compro en mayoristas o en la fábrica. En nuestra alacena hay lo que tiene que haber. Lo que se necesita. Lo superfluo lo hemos eliminado».

El sector de alimentación y textil es donde los precios se han disparado, pero en otros los cambios no son traumáticos. «El colegio de Valentina ha subido, pero tampoco demasiado», reconocen, «el gas y la electricidad, si consumes más de un limite, te penalizan con tarifas altas». Pero «la nafta (gasolina) sigue igual aunque los peajes (para entrar a la ciudad) han tenido un incremento».

Entre los dos tienen unos ingresos medios, de 9.000 pesos (cerca de 2.000 euros) y en gastos fijos, según cálculo sobre la marcha, se les van unos 8.000. «Nuestra situación no es dramática, como sucede en otras profesiones. Los sueldos se han actualizado. La clase media argentina está acostumbrada a las crisis, así que una más no nos asusta tanto. Peor fue la de 1989 cuando no había precios —los supermercados cambiaban el valor de los productos cada hora— o en 2001, que nos sacaron la plata y nos la bloquearon con el corralito. En Argentina no existe el largo plazo como en Europa». Nairobi: La frontera del supermercado, por Eduardo S. Molano

Símbolo de la bonanza económica que en los 90 experimentó Kenia, el Nakumatt Prestige se ha convertido con el paso del tiempo en la principal referencia comercial de Nairobi. Su exitoso modelo de negocio —basado en los centros comerciales estadounidenses— ha provocado que esta cadena de hipermercados indios se haya multiplicado entre los barrios de clase media del país. Sin embargo, el desempleo que experimenta Kenia en los últimos meses ha convertido a este centro comercial en el verdadero termómetro económico de todo el continente africano. Pero, al contrario de lo que ocurre en Zimbabue o Angola, su mercurio no mide la escasez alimenticia que experimentan sus estanterías, sino que se basa en la pura psicología. Desde que la crisis económica que asuela el mundo pusiera sus ojos en Kenia, sus puertas sirven de frontera física y social entre dos de los principales barrios de la capital africana: Kilimani Estate, hogar de la clase media keniana, y Kibera, el mayor barrio de chabolas del mundo.

En este trasiego diario entre las dos orillas de la realidad africana, ninguna de las personas que ha nacido en Kibera visitará nunca este centro comercial. Pero, de forma paradójica, muchas de las personas que ahora comienzan a vivir en el barrio, hasta hace poco tiempo eran clientes habituales del hipermercado. Un lugar que ahora contemplan desde la otra orilla. «En los últimos meses es imposible encontrar trabajo en Nairobi. La mayoría de mis compañeros se encuentran, como yo, también desempleados», señala Michael Buraka, quien, junto a su mujer y tres hijos, dejó el pasado mes de febrero su vivienda de alquiler en Kilimani Estate para comenzar una vida en Kibera.

Buraka se considera, sin embargo, «afortunado» ya que su vivienda poco tiene que ver con el casi medio millón de chabolas que se asientan en la zona. «En el barrio comienza a vivir ahora gente sin trabajo, que nunca antes había tenido relación con la pobreza extrema, pero que no se puede permitir una casa en las zonas acomodadas de la ciudad», señala este antiguo trabajador de la construcción, que sueña con «volver algún día» al barrio donde nació. De la clase media a la pobreza extrema, un tránsito diario marcado por la frontera del Nakumatt Prestige.

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