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Vascos sin epopeya

NO nos viene el error de enrevesados laberintos lógicos. Nos engaña el entusiasmo. Casi siempre. La dulzura de dar sentido a lo que pasa, el resignado empeño en fingir que todo sirvió de algo. Raras veces la equivocación nos viene de la ausencia de datos que permitan componer un cuadro de la vida, este trivial rompecabezas del deseo. Es nuestro tenaz anhelo de imponer que todo cuadre y que todo conduzca a alguna final meta el que nos lleva a perdernos en tantas deslumbrantes fantasías, que acaban siempre por hacer imposible la seca tarea de vivir. Fingimos épica a aquello -lo real- que no la tiene. Porque, por ser real, no puede tenerla. Épica es el recurso artístico, mediante cuyo rodeo alcanza su dosis de consuelo esta pobre alma humana, yonki de finalidades últimas, de grandiosos destinos, de progreso o sentido; yonki de la Providencia aquella que ejercieron ciertos Dioses benévolos, a los cuales vio Hölderlin desertar nuestro áspero territorio en los inicios del siglo diecinueve: «Y la gran voz del destino, ¿dónde suena?... Llegamos tarde, amigo».

Me viene a la memoria ahora, cuando quizá termina, aquel fingido monstruo que el soñar epopeyas proyectó, desde el final de los años sesenta, sobre la pobre tierra vasca. Constato la agotadora devastación que vino de ello. Me pregunto si será aún tiempo de poner cura a aquel delirio que fue nuestro. Pero, para el dolor ya sucedido, no hay remedio. Yeats, poeta de la devastación que sigue al entusiasmo, da la cristalina imagen de esa irremediable culpa: «El largo sacrificio,/ trueca en piedra el corazón». Es preciso entender la tragedia del País Vasco. Y el corazón es demasiado piedra ya para poder conmoverse.

En el último decenio del franquismo -el que coincide con mis años jóvenes-, un vendaval de sueños arrancaba a Europa del dormitar convaleciente que vino tras la gran tragedia de los años treinta y cuarenta. Era irreal y hermoso, aquel vendaval. Y nadie pudo pensar -o nadie supo- que, en todo aquel exceso de lo mejor, germinaba la semilla de lo más terrible. Floreció deprisa. Y casi nadie de los de mi edad supo entender, cuando resquebrajó nuestros espejos, que era criatura nuestra. Que, de aquel soñar la consumación de la historia a esta infernal pesadilla del terror envileciendo todo, no existe siquiera un paso. Que el terror es la épica activa del progreso, la imposición del deber ser sobre aquel que se resiste a su medida. A precio sin límite monstruoso. Porque nada limita a aquel que sacrifica ante el altar del absoluto.

¿Será posible alzar un País Vasco exento de esa larga tentación épica; una aburrida sociedad común, que sepa desplazar -como hacen todas- sus excesos de anhelo sobre la sabia escena de pintura, cine, música, literatura..., todo aquello en lo cual la epopeya no paga su conmoción a precio inaceptable; que se avenga a vivir sin dioses como si hubiera dioses (los hay, en nuestros libros, en el quebrarse asesino de un solo de Miles Davis, en el minúsculo encaje de un haiku de Jiménez Lozano, en el grave desarraigo de la voz de Faithfull...)? Ser libre es vivir sin dioses como si los hubiera. Y sin héroes, sus huérfanas criaturas. Y saber, sin embargo, que no habrá día en el cual el alma no se nos estrelle en una nebulosa de infinitos, cada vez que evocamos en Homero las pesadas lágrimas ardientes que caballos inmortales dejan caer sobre el polvo ante el joven cadáver de Patroclo. Vale vivir por esos tenues calambres de teología. Por lo que no es real. Sólo por eso. La épica salva en los libros. Y en el arte. Condena a quienes la hacen materia de la historia: se llama entonces muerte.

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