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Memoria

HAS navegado durante dos días por un río de dolor que lleva hasta el corazón de la memoria. Has visto apagarse en tus brazos la vida que te dio la tuya, como una vela que se extingue entre un chisporroteo de estertores, y has flotado a tu pesar en ese amargo vacío sin respuestas que siempre crea la aparición cercana de la muerte. Te ha herido la mirada el resol de la mañana de mayo que enciende los muros de cal de una casa invadida de ausencias, en la que cada rito cotidiano te clava la punzada de una soledad pastosa, densa e inerte. Has sentido el silencio hueco y funeral del desamparo cuando recorres las estancias que habitó tu niñez colorida de voces y presencias, cuando acaricias los muebles y los armarios y los libros en los que reposa la huella polvorienta del tiempo que dejaste atrás. Has desandado el camino de tu propio ser hasta el primer instante que recuerdas, y en esa dolorida exploración se te han acumulado las horas hechas años hasta dejarte exhausto, apaleado por un remolino de sentimientos, estacado de zozobra en mitad del patio donde jugabas con la feliz disipación de la inocencia, quizá bajo este mismo trozo de azul en el que oyes cantar los pájaros y mecerse las flores recién abiertas como esa rosa que alguien acaba de dejar en tus manos.

Al cerrar por fuera el viejo portón has notado en tus entrañas el golpe seco de la madera vencida, y sabes que has bajado la persiana de una etapa que ya no volverá salvo en la bruma de la memoria con que alcances a evocarla. Nada hay tan común como la muerte de un ser querido pero en ese trance decisivo jamás sirve de nada la experiencia; no vale el esfuerzo intelectual, ni el consuelo moral, ni la misma certeza del desenlace. Al final estás solo delante de la maldita puerta que tendrás que cerrar con la melancolía de un expatriado mientras tu estómago te pega por dentro la patada brutal de la evidencia. Antes lo sabías, o lo intuías, pero ahora lo sientes con una certidumbre definitiva, irrevocable: la infancia no acaba cuando te haces adulto, sino cuando muere tu madre.

Así que has vuelto lentamente de la áspera anestesia de los recuerdos al presente que dejaste colgado en la percha del recibidor cuando la angustia te cogió de las solapas para lanzarte a su vértigo de soledades, y en los periódicos ya caducos de las últimas cuarenta y ocho horas has buscado la hoja ruta del retorno. No te será difícil: todo está igual que antes de tu periplo al fondo de la nostalgia. El mismo ritual fatuo de palabras sectarias, el escenario idéntico de una política inmóvil, la trivial logomaquia repetida de consignas estériles. Una breve, concisa cuenta mental te ha permitido calcular la diferencia: debe de haber quince mil parados más, y ni siquiera eso resulta ya una novedad para tener en cuenta.

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