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Derrotismos

«NO siempre lo peor es cierto» se llama el libro, brillante y documentado, con que la académica Carmen Iglesias rebate el tradicional pesimismo histórico español, esa corriente de amarga melancolía que circula por los meandros de nuestro regeneracionismo intelectual y cuaja en el escalofriante verso de Gil de Biedma -«De todas las historias de la Historia...»-; pero aunque bien sea cierto que no es verdad que España tenga un destino inexorable de fracasos sedimentados, hay algo en la psicología colectiva que nos impide blasonar de los éxitos a la hora de construir una cierta memoria común. Quizá la retórica neoimperialista de la dictadura nos vacunó de triunfalismos, o tal vez nos guste posar con una aureola victimista, pero buena parte de la identidad colectiva de la España moderna, que es la del Estado autonómico, se ha levantado sobre la conmemoración de descalabros fundacionales. Ocurre en Cataluña con el 11 de septiembre, apoteosis del victimismo nacionalista, en Andalucía con el 28 de febrero -un éxito moral, pero técnicamente una derrota- y hasta con este 2 de mayo en el que Madrid conmemora una heroica sublevación aplastada. Parece como si un hado de fatalismo nos pusiera cachondos en el regodeo de lo que pudo ser, o como si gozásemos en el ventajismo retrospectivo de conocer el desenlace de la posteridad; el caso es que este país tiende a ignorar sus triunfos con pudorosa falta de autoestima, mientras engrandece los reveses de la Historia con la complacencia derrotista de una memoria avinagrada.

La efeméride épica del 2 de mayo, por ejemplo, contrasta con la sordina de la de Bailén, que es el inmediato punto de inflexión sobre el que gira el signo de la Historia de Europa, pero cuyo aniversario apenas alcanza el rango de celebración comarcal a cencerros tapados. Este país siente vergüenza hasta de enorgullecerse por el 12 de octubre, verdadera bisagra universal de la que cualquier nación haría un acontecimiento y de la que aquí estamos a cinco minutos de pedir perdón por haber cambiado el mundo. Prejuicios ideológicos, sentimientos de culpa y hasta tonterías infantiloides oscurecen la identidad memorial de una gloria a cuya reivindicación tenemos pleno derecho, pero ante la que sentimos un encogido remordimiento. Lo nuestro es complacernos en el lamento, conmemorar carnicerías fratricidas o mitificar turbulentas experiencias fallidas como la II República. Si los franceses hubiesen descubierto América se lo seguirían pasando por la cara a media Humanidad. Fue palmando en Bailén y aún sacan pecho a cuenta.

Quizá sea que en el fondo tenemos alma de perdedores. Heroicos, desesperados, bravos, agónicos, pero perdedores. Que nos gusta convertir las derrotas en símbolos de un carácter condenado. Si por lo menos aprendiésemos de lo que significan, acaso sería posible evitar que la nuestra acabe siendo una Historia de recurrentes infortunios autoprovocados.

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