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Fahrenheit en la ONU

DIFAMÓ Anaxágoras a los dioses de la adoptiva patria ateniense. ¡Qué ocurrencia, venir con aquello de que el sol era una piedra incandescente! Ni su discípulo Pericles pudo salvarlo. Anaxágoras huyó. No era de la madera heroica en la cual iba a estar tallado Sócrates. O era demasiado brillante para añorar raíces. «Una huida a tiempo revela igual firmeza que la lucha» -escribiría alguien tan inteligente como él mismo, casi mil doscientos años luego-; «o sea, que el hombre libre elige la huida con la misma firmeza o presencia de ánimo que el combate».

A Epicuro no le sucedió ya nada reseñable por difamar serenamente a aquellos mismos dioses. Corrían tiempos vertiginosos, y las creencias del terruño se habían quedado un tanto provincianas. Así que constatar que «los dioses existirán tal vez, pero que en nada nos concierne su existencia o no a nosotros», no supuso apuro para el sabio que ejercía en el Jardín su elegancia distante y su austero sosiego frente a esa amenaza de la muerte que en nada nos concierne, porque «cuando ella está no estoy yo, y cuando estoy yo no está ella». Tito Lucrecio Caro rendiría homenaje, dos siglos y medio después, en el texto filosófico más bellamente escrito, a aquel maestro absoluto de la inteligencia, gracias al cual los hombres fueron libres.

Cuando, en la segunda mitad del siglo diecisiete, un «pequeño judío» se plantó -la versión es de Voltaire- ante el Dios bíblico para largarle, en el tono más educado, esta suave difamación: «mire, aquí entre nosotros, tengo la impresión de que usted no existe», de lo único de lo que tuvo que cuidarse fue de seguir ganándose la vida como reputado óptico. Vivía en un pequeño paraíso, es cierto. Sin equivalente en la Europa de su tiempo. Jean de la Cour acrisoló la hipótesis que erigía en única la libertad de Ámsterdam y de las Repúblicas Unidas en los años maravillosos (que acabarían mal) de Jan de Witt: «el comercio requiere libertad, la libertad de religión es el mejor medio para atraer y conservar a los extranjeros».

Hacia 1636 un poeta excelso (el más grande, o, en todo caso, uno de los dos más grandes de la lengua española, el otro fue su mayor enemigo) difama al monoteísmo que precede al suyo propio: La isla de los monopantos inaugura lo más cruel de la literatura anti-judía moderna. Seguimos publicándola en exquisitas ediciones académicas. Como es de estricta justicia. A un difamador abominable de ese mismo judaísmo, y músico francamente insufrible, el ridículo de cuya retórica fuera diseccionado por Friedrich Nietzsche, nos lo seguimos embaulando dos o tres veces al año en el Real. Bien está: hay gente a la que le gusta eso. Como seguimos editando los Cantos de Maldoror, que para mí son uno de los textos más prodigiosos de los últimos siglos, pero que para más de uno serán, con todo motivo, uno de los más imperdonablemente blasfemos. Y, sin perdernos en más detalles, ¿qué quedaría de la literatura de entreguerras, si de ella fueran depuradas las obras difamatorias contra una u otra fe religiosa?

¿Que qué quedaría? Nada. Exactamente lo que el relator de las Naciones Unidas, un senegalés llamado Doudou Di_ne, ha decretado, en nombre de la venerable Organización Universal de Dictaduras, que quede del mundo contemporáneo: «la lucha contra la discriminación religiosa requiere un enfoque categórico centrado en la prevención de la difamación de las religiones». Tal, la tesis que discutirá hoy la cosa de Ginebra «contra el racismo». Las grandes bibliotecas europeas pueden ir preparando su auto de fe. Necesitarán un montón de combustible. ¿Incluirán el Fahrenheit 451 de Ray Bradbury?

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