Miércoles, 15-04-09
SUGIERE Tito Livio, en el libro primero de su Ab urbe condita, que sólo sobre la repetición intacta de unas cuantas creencias primordiales, que deben, eso sí, ser escenificadas con convicción inapelable, se asienta la solidez de un régimen político. ¿Creía Numa en sus historias de ninfas boscosas? Y, ¿qué demonios importa? Son los otros los que debían creerlas. Al gobernante se le exige sólo que su farsa convenza. Es lo que a mí, confieso, me repugna en la política: que su eficacia se mide en la fe que genera. Fe; nunca conocimiento. Inteligencia y política se excluyen. Sirva de ejemplo el unánime entusiasmo que ponen hoy la izquierda y la derecha para decapitar a Jiménez Losantos.
Un político triunfa cuando de su idiotez privada logra hacer religión pública. Y sin ello, fracasa. La política es el arte de lo necio: su exhibición escénica. Por eso se necesita a gente como González-Sinde. Versión aldeana de lo que en retórica grandiosa y homicida fuera Riefenstahl para Hitler: wagneriana fanfarria, en cuya pringue sentimental queda empastada la realidad terrible. Hay una diferencia. Sólo una. Riefenstahl sabía hacer cine.
El espectáculo ha devorado a la política. Tal como Guy Debord pronosticara en los sesenta. Y un gobernante no es hoy ya otra cosa que un actor al cual se encomendó la enfática caricatura de un gobernante. Lo de verdad maravilloso en estos años Zapatero ha sido constatar que no era ya preciso ni un residuo microscópico de realidad para que el poder funcione. Carmen Calvo no necesitaba siquiera disimular su inmaculada ignorancia para ser una pizpiretísima ministra de Cultura. Que Moratinos resulte por igual ininteligible en cualquier lengua, en nada empaña su sacrosanta condición de devoto arafatista: ¿qué mejor sainete para un ministerio de Exteriores? La ausencia de cualificación laboral es, sin duda, el solo y precioso mérito para que alguien como el señor Blanco alcance el alto honor de suceder a la señora Álvarez en el tablao del histrionismo castizo. Sonríe el Jefe. Nada mejor, en ausencia de concepto, que una buena mueca. Con muchos dientes. Un sourire de con, llamaba Jacques Lacan a la sonrisa helada de los ángeles. «Sonrisa de gilipollas». Pero es que Lacan tenía bastante mala leche.
Perdida en lejanísimos recodos de la historia su pretensión racional de otros tiempos, queda de la política hoy este soez teatro de los Sindes, Moratinos, Calvos, Blancos, Chacones de embarazadas revistas militares, Zapateros de indolente kufiya palestina al cuello... Teatro de mugre. O cine. Rancios. Nadie pagaría un duro por zamparse esos pestiños. Pero en España a nadie le preguntan ya si quiere pagar su entrada. Lo mismo dice no, y a ver de qué va a vivir la peña entonces. En España, las entradas las pagamos todos con la declaración de la renta. Por lo menos, no nos obligan a tragarnos los engendros. De momento. Mejor no dar ideas.
Los fabricantes de bodrio escénico, hace años que descubrieron la filosofal piedra que trueca estiércol en euro: se llama subvención pública, cuotas de taquilla y otros impunes atracos. Incluida la penalización del intercambio digital de archivos. Y la única gran mise en sc_ne de teatro, cine y cantautores fue el happening sombrío que encenagó el alma de este país entre el 11 y el 13 de marzo de 2004. Magistral: porque también en lo obsceno se puede ser maestro. Fue un éxito apoteósico. De audiencia y de taquilla. De la audiencia dan contabilidad las urnas. La taquilla, se encarga de hacerla ahora la señora González-Sinde, ministra de Cultura y productora. Tal es la religión de nuestro tiempo: farsa y pasta.

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