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Maneras de ser ministro(a)

PARA formar un Gobierno se necesita haber ganado antes unas elecciones, pero para entrar en él puede resultar útil haberlas perdido, siempre que se tenga la promesa de un premio de consolación al esfuerzo de la derrota. Es el caso de Trinidad Jiménez y de Miguel Sebastián, unidos por su condición de víctimas de la arrolladora pujanza de Alberto Ruiz Gallardón, que se los merendó consecutivamente en sus respectivos intentos por alcanzar la Alcaldía madrileña. Gallardón se ha convertido en una máquina de hacer ministros a base de vapulear a sus adversarios, con la condición de que éstos sean favoritos de la consideración de Zapatero. Va a haber tortas por ser candidato en Madrid, donde recibir una soberana paliza en las urnas parece garantía de acceso al Consejo de Ministros. El presidente siente predilección por los perdedores, incluso antes de que lleguen a serlo; ha bastado que el espejo de las encuestas refleje una imagen en declive en Chaves para que lo llame a una vicepresidencia.

También existen otras formas más obscenas de tráfico de favores que se convierten en papeletas premiadas para la pedrea del Gabinete. Por ejemplo, formar parte de algún «lobby» de resonancia mediática que haya creado una deuda moral con la causa zapaterista. El de la «zeja», mismamente, sectaria tribu de cómicos y adláteres caracterizados por la común idea de que el Gobierno es una institución benéfica con la misión intrínseca de subvencionar su discutible talento. Algunos gobernantes utilizan el Ministerio de Cultura -invento francés destinado a poner un broche de glamour en el prosaísmo burocrático de la Administración- para adornar su equipo con alguna personalidad de relumbrón y carisma, como fue el caso de Melina Mercuri en Grecia, pero Zapatero lo contempla más bien como instrumento de pago para servicios mercenarios. La solidez intelectual del poeta César Antonio Molina, hombre de criterio cabal, independiente y ecuánime, le parecía demasiado soberbia e inmanejable para este escabroso y directo «quid pro quo», así que lo ha cambiado por una guionista mediocre -¿alguien ha visto «Mentiras y gordas»?- que ocupaba la jefatura gremial de su clan de intereses. Para el presidente, la cultura no es el castellano, los museos, el patrimonio o la música, sino lentejuela y oropel, pancarta y activismo, colorín y gala de los Goya con camisetas sobre la guerra de Irak. Descartado Corbacho, porque ya tiene uno en el Gobierno, y con Blanca Portillo demasiado ocupada en su deslumbrante Hamlet, ha echado mano de Ángeles González Sinde para que le escriba los libretos de su retórica insustancial y vacía a cambio de otorgarle el control de la caja de las subvenciones. Esto debe de ser la posmodernidad política: sustituir el esquema de un proyecto por el guión de un espectáculo.

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