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El «buen Presidente»

TODO era previsible en las escénicas respuestas al escénico espectáculo de la tele. Todo, salvo el momento onírico en el cual Mariano Rajoy calificó a Felipe González -en esto identificado por él con José María Aznar- de «buen Presidente».

Pocas bromas caben con este asunto. La calificación de un político excede a simpatías o benevolencias de aquel que habla. Aunque aquel que está hablando sea miembro también del gremio: al cual algunos, como yo, preferimos llamar casta. El González al cual aludió ayer el presidente del PP no es un sujeto psicológico; es una función política: función sobre la cual recaen las responsabilidades de lo hecho por el Estado entre 1982 y 1996.

1985. Ley Orgánica del Poder Judicial. Allí donde la Constitución del 78 ratificaba asentarse sobre la autonomía de poderes, que es fundamento de cualquier democracia, el gobierno González consumó su primer golpe; para mí, el definitivo. La ley ponía en manos de los partidos políticos la proporcional designación del órgano de gobierno de los jueces. El Consejo General del Poder Judicial se convertía en un espejo del Parlamento: una delegación suya para el pastoreo de la justicia. Quienes, a partir de ese día, parlotearon acerca de las buenas intenciones de sacrosantos magistrados que jamás permitirían que la presión política torciera sus designios, olvidaban -deliberadamente o no, pero da igual en estas cosas que sea la ignorancia o la perversidad quien prime- el corazón del Estado garantista. Que Montesquieu formalizó con claridad envidiable: no se trata de que la contraposición de los poderes se asiente sobre heroicas decisiones o buenas voluntades de sujetos excepcionales. Si fuera así, todo estaría perdido. Porque los sujetos excepcionales son eso: rarezas que puede que alguna vez acontezcan. La garantía del Estado democrático no puede reposar sobre individuos, sino sobre automatismos regulados: «Es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder». La «disposición de las cosas» pone en España la carrera de los jueces en manos de los partidos políticos; de modo primordial, en manos de quien gobierna. González, que destruyó la norma constitucional, sabía lo que hacía. Puede que no hubiera leído a Siey_s y ni siquiera sospechase que una sociedad que no blinda la independencia de poderes no posee Constitución. Pero sabía que el segundo golpe en curso exigiría plena impunidad para el Ejecutivo.

Vino el segundo golpe. Fue demoledor. Y este país no ha vuelto a levantarse luego. Porque extinguió todo rescoldo de moral pública. Filesa, el saqueo de fondos de Interior a cargo de la banda de Vera, la corrupción sin límite, el mayor robo político de la historia de España. Tejido en enredadera sobre algo aún más imperdonable: el secuestro de Estado, el asesinato de Estado, la desaparición de Estado... Y González alardeando de que «ni había pruebas del GAL ni las habría nunca», quizá porque bien seguro estaba de hasta qué punto se había cuidado de que fueran borrados los rastros. Se equivocó. Por suerte. Y un ministro fue a la cárcel. Y un viceministro. Y un puñado de altos funcionarios. Él, no. Desde luego. Los acompañó hasta la puerta: ahí os quedáis, muchachos, haré todo lo que pueda para que no os aburráis demasiado. Cuando a Thatcher alguien en el Parlamento le pidió cuentas sobre quién había asesinado a unos militantes del IRA en Gibraltar, contestó: «Yo disparé». Y salvó el honor del Estado. González fue el anti-Thatcher.

De una gangsterización así de lo político no hay sociedad que no salga mortalmente herida. Tal fue el precio de aquel «buen Presidente».

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