Eisenhower, el victorioso
29 DE MARZO DE 1969. Hace 40 años moría Eisenhower, el general de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, el sabio presidente norteamericano amante de la paz. José María de Areilza, que lo conoció muy de cerca como embajador de España en EE.UU. trazó entonces esta magistral semblanza. Así lo contó ABC
Era Eisenhower un hombre que daba ante todo una impresión de cortesía, de correcta amabilidad. Su generalato en jefe, vencedor en la mayor contienda que la historia, hasta ahora, ha conocido, fue quizá una obra maestra de diplomacia y de habilidad conciliadoras. Poner de acuerdo ... a las fuerzas coaligadas contra Hitler no era tarea fácil. Rivalidades, envidias, intrigas, maniobras, proliferaban con su habitual frondosidad en la antesala de los cuarteles generales. Aquí existía, además, una pugna de colosales personalidades: Roosevelt, Churchill, De Gaulle, y, por ende, Stalin, aliado incómodo, necesario y enemigo potencial, subsiguiente. Eisenhower fue el zurcidor paciente de voluntades y árbitro de discordias cotidianas y gravísimas. Para la unidad de mando, principio necesario y difícil de la conducta guerrera, necesitaban los ejércitos que trataban de asaltar Europa una figura de autoridad inapelable. Llenar ese cometido con fidelidad puntual y sobria serenidad fue la tarea histórica que correspondió al generalísimo americano que acaba de morir. No se le pedían audacias estratégicas -para eso ya estaba Hitler- ni fórmulas milagrosas. Él era el gerente eficaz y metódico de una inmensa, colosal, empresa, en la que millones de hombres trataban de acabar con los ejércitos del nacional-socialismo que ocupaban Europa desde el Cabo Norte hasta Hendaya y desde los suburbios de Leningrado hasta el desierto de Tobruk.
Esa misión contiene, a mi juicio, muchas y nobles enseñanzas. Realzó en el bando aliado la noción de jefatura castrense sin que fuera obligado inferir virtudes carismáticas de su persona o de sus realizaciones. Los enemigos del Eje y del Japón no quisieron caer en el mesianismo guerrero que daría al traste con su tesis ideológica. Para providencialismos ya se bastaban los de don Benito y don Adolfo. Cuando la guerra acabó, Ike se convirtió en símbolo de la victoria. Pero de su nimbo mágico aureolado de triunfo no salieron verdades absolutas, ni dogmatismos irrevocables. Sus memorias, por ejemplo, las escribió modestamente su ayudante, Harry C. Butcher, especie de secretario fiel, sin pretensiones mitificadoras.
Siete años después de la gran victoria empezó la etapa del Eisenhower político. El partido republicano, que tuvo una posibilidad en el joven Taft, navegaba entonces a la búsqueda de un candidato que le diese votos suplementarios al partidismo minoritario y escaso que no le permitía por sí sólo vencer a los demócratas. El general victorioso que seguía mandando la Alianza Atlántica en Versalles fue contactado por los caciques del G.O.P. para ofrecerle -y pedirle- su candidatura. Se cuenta que los demócratas pensaron hacer oferta parecida y llegaron tarde por unos pocos días. Eisenhower era -en efecto- una candidatura de segura victoria con cualquier signo.
Su programa fue europeísta en grado sumo, como correspondía al hombre del desembarco de Normandía y de la ocupación alemana en contraste con el asiatismo de otros grandes jefes del tipo Mac Arthur y del propio Marshall. Ello significó inmensa ventaja para el viejo Continente todavía convaleciendo de sus heridas. Confió a Foster Dulles la acción exterior de los Estados Unidos y como base de ella la doctrina de la represalia masiva y de la contención militar, apoyada a su vez en el monopolio atómico, que había de durar poco tiempo. Pero cuanto el secretario de Estado tenía de rígido e inflexible, lo compensaba el presidente con su buen sentido pragmático y realista. Eisenhower, con su enorme autoridad, echaba entonces en la balanza el peso de su pacifismo. Como todo jefe que ganó una guerra, sabía bien lo aleatorio del envite y las enormes ventajas de mantener la paz.
Así lo hizo en Corea, negociando la tregua y partición como su promesa electoral, acabando una guerra que pudo ser otro Vietnam interminable. Durante el período de sus dos mandatos -1952-1960- Norteamérica vivió ocho años de paz. No es mala partida en su activo y acaso la que sus compatriotas recuerden mañana.
Eisenhower tenía virtudes y caracteres del americano medio. Era de talante abierto, generoso, simpático, liberal de espíritu y probablemente agnóstico. Sabía escuchar y sabía rodearse. Como general en jefe tenía el don de hablar con sus soldados en términos humanos directos, emotivos.
Una sola vez le vi usar el uniforme en los seis años de mi estancia en Washington. Fue cuando acudió a West Point a un almuerzo de camaradería militar. Siempre advirtió el peligro de la implicación del pentagonismo en la gran industria y las consecuencias que de ese engranaje podrían tenerse en el futuro norteamericano.
José María DE AREILZA
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