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El tren de vida de los tiburones de Wall Street

Los ejecutivos de la aseguradora norteamericana AIG han recibido primas de más de 4 millones de euros a costa de los miles de millones de dólares gastados por el Estado para rescatar esta firma. Pero es que los masters de Wall Street con menos de millón y medio de euros ya se ven en la ruina

¿En qué se gastan tanto dinero los tiburones de Wall Street, esos ejecutivos de AIG que acaban de embolsarse primas de hasta 6.400.000 dólares (4.680.000 euros) de una tacada, salario aparte? ¿Cuánto cuesta vivir al nivel de los másters del universo retratados por Tom Wolfe en «La hoguera de las vanidades»? Abstenerse franciscanos y cardíacos: pueden hacer falta de millón y medio a tres millones de dólares al año (de 1.100.000 a 2.200.000 euros) sólo para cubrir gastos... sin plantearse invertir ni ahorrar. Sólo para «ir tirando».

Pero cómo es posible, insistirá en preguntarse mucha gente sencilla. Y atónita. Uno se cree que «derrochar» es lo que hace la clase media cuando se le va la mano con la visa en las rebajas... hasta que se asoma y ve cómo vive la gente rica. Y ni siquiera rica de verdad, simplemente bien pagada.

Hace pocos meses, en pleno debate público sangrante sobre el rescate de Wall Street con dinero del contribuyente, el presidente Barack Obama tuvo una idea luminosa: imponer un tope en la paga de los ejecutivos de las empresas intervenidas por el gobierno. Obama propuso un límite de 500.000 dólares (365.000 euros) al año. ¿Que a usted le parece una burrada? También se lo parece a servidora, pero eso sólo demuestra hasta qué punto usted y servidora somos unos muertos de hambre. Y unos ignorantes. Para los bien alimentados y entendidos la idea de Obama era tan absurda que nunca más se supo ni se aplicó. De aquellos polvos vienen los actuales lodos de AIG.

El mismísimo The New York Times se reía de Obama y de sus pretensiones de que un alto ejecutivo que además sea padre de familia pueda vivir en Manhattan con 500.000 dólares al año. Estimaba el rotativo neoyorquino que incluso un ejecutivo no de los más altos, uno bajito y con relativamente pocas pretensiones, necesitaba 800.000 dólares al año sólo para empezar a hablar. Más impuestos, pues 1.600.000 dólares.

¿Para qué? Veamos: una hipoteca normalita, de un apartamento de dos o tres habitaciones, se lleva 8.000 dólares al mes. Y 8.000 más de mantenimiento del edificio, que eso es siempre una factura brutal en Nueva York, sea porque el edificio es antiguo, sea por la cantidad de servicios que hay que sufragar, desde el portero las 24 horas al superintendente reparalotodo... el gimnasio, etc.

Luego está, cómo no, la segunda residencia en los Hamptons, por no decir Florida y casas en el extranjero. Esta segunda hipoteca puede costar 200.000 dólares más al año. Lo cual, por supuesto, no cubre la posibilidad de añadirle un yate o una pequeña embarcación de recreo. Algo que tampoco exime de realizar por lo menos un par de viajes vacacionales al año, a razón de unos 16.000 dólares cada uno.

Casi tan brutales como los gastos de la vivienda son los de los hijos. No hace falta que tengan edad de ir a Harvard para ser la ruina. Por menos de 32.000 al año no hay plaza en ninguna escuela privada que se precie, y por supuesto ese dinero sólo es la base de una pirámide de gastos que incluye tutorías, actividades extraescolares, gadgets informáticos y deportivos, ropita cara, festejos con los amiguitos, etc. Como papá trabaja muchas horas y mamá también -y si no está muy liada con la beneficencia, lo cual, por cierto, también supone desembolsar decenas de miles de dólares al año sólo en vestidos para grandes galas filantrópicas, más los centenares de miles en joyas, más la donación benéfica propiamente dicha, faltaría más-, por supuesto hace falta una niñera. Pongamos que eso son otros 45.000 dólares al año.

Pero los adultos también pueden necesitar niñera. Muchos policías de Nueva York retirados y con una jubilación de miseria encuentran una salida fantástica empleándose como chóferes por entre 75.000 y 125.000 dólares al año. Puede ser más si también se les requiere para actuar formalmente de guardaespaldas armados. No son tiempos para vivir peligrosamente, con tanto odio social flotando en el aire.

Por supuesto, el coche también cuesta lo suyo -es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que ver a un rico que no sea el alcalde Michael Bloomberg cogiendo el metro- y la plaza de aparcamiento, si no está incluida en la vivienda, puede soplar 700 dólares más al mes.

¿Qué más? Por supuesto la indumentaria personal tiene que estar acorde con el tren de vida que uno lleva. No es aceptable un traje (masculino) de menos de 1.000 dólares, y por supuesto la factura de la ropa femenina puede ser fácilmente infinita. Más los servicios derivados de lavandería y tintorería.

Luego está la persona o las personas que conforman el servicio estable de la casa. Más el gasto corriente de luz, gas y teléfono -el agua muchas veces es gratis o casi en Nueva York-, el cable para internet y para ver la tele. La cesta de la compra puede elevarse perfectamente a 15.000 dólares al año para una familia «normal», entendiendo por «normal» que salen mucho a comer al restaurante. Que también hay que pagarlo, por supuesto. Así como los bonos para la ópera y el ballet, cierto patrocinio en los museos importantes, etc.

Lo peor es que cuánto más gasta uno para vivir más difícil, por no decir imposible, le resulta parar. Hablamos de personas que han adquirido una enorme visibilidad en una sociedad extremadamente competitiva, donde tanto gastas, tanto vales. Un ejecutivo ahorrativo estaría acabado. Ciertos gustos frugales -menores- sólo se les permiten a famosos excéntricos como Warren Buffett. En la mayoría de los casos, a medida que uno asciende en la escala de Wall Street es conminado a dejar de llevarse el café y el donut a la oficina, vestir de diseño y apuntarse a jugar al golf.

Así se explica la vitalidad económica de ciertos sectores de negocio en la Gran Manzana. Calculaba The New York Times que el mismo nivel de vida que en una ciudad como Houston cuesta 50.000 dólares al mes supone no menos de 125.000 en Nueva York, una ciudad que entre el capital extranjero que atrae y los 46.000 empleados en Wall Street admite ofertas inmobiliarias delirantes y restaurantes ilimitadamente caros, etc. Aunque en algunos de ellos, por cierto, empieza a cundir el pánico y el miedo a que su selecta clientela se deshinche como un globo.

No siempre cierta gente renuncia a «dejarse ver» en ciertos sitios porque ya no tenga dinero; a veces sí lo tiene pero por razones ajenas a la empresa le interesa mostrarse más prudente. La explosión de ira pública ante escándalos como las primas de AIG está introduciendo un cambio insospechado de chip, de filosofía incluso. De repente la ostentación de la riqueza ya no es distintivo de éxito sino de descaro, un ultraje para la sufrida infantería de la crisis. Entonces muchas compañías empiezan a prescindir de sus aviones privados y hasta reconsideran si servir o no muffins de chocolate en las reuniones del consejo de administración.

¿Calará este espíritu de contrición lo bastante hondo como para transformar Wall Street en una comuna de reverdecidos hippies yendo a trabajar en bicicleta, en chanclas y descamisados? ¿O se han limitado a pasar a la clandestinidad y a gastar como posesos por internet pero a la primera oportunidad volverán todos por sus fueros, a cenar en Le Bernardin, en Per Se o en el Four Seasons y a vestirse en Bergdorf Gordman y en la nueva tienda de Armani en la Quinta Avenida? La respuesta está en el viento como decía Bob Dylan, que, por cierto, menuda casa tiene en Malibu. Tan fina que para que el servicio haga sus necesidades ha instalado un urinario portátil cuyo olor tiene fritos a los vecinos. Pero claro, ¿quién les manda vivir tan lejos de Nueva York? Pordioseros.

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