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Abraham García, cocinero: «Tenía 13 años y me coloqué en la pila, fregando»

«Yo vine a la ciudad porque Madrid era muy tentador para los chavales de mi pueblo, una zona rural donde, a principios de los sesenta, vivíamos en la indigencia. Tenía 13 años y empecé a currar en un restaurantillo, pero en la pila, fregando. Quizá por ello me inspiran tanto respeto los que friegan, porque cocinar es muy divertido, sobre todo ahora que la veleta de los tiempos apunta hacia los cocineros y estamos, casi involuntariamente, de moda». El verbo de Abraham García, nacido en los Montes de Toledo, es rico y sabroso, pero, sobre todo, torrencial y espontáneo. Una vez introducido el tema, el cocinero de Viridiana se lanza al ruedo de la conversación sin esperar siquiera la primera pregunta. «¿Por qué recalé en la cocina?», inquiere él mismo. «Porque era lo más «facilón» para la gente de los pueblos, sin estudios que, como yo, apenas había ido al colegio». Pese a empezar desde tan abajo, el tiempo le ha cundido de lo lindo al chef, al que su fascinación por la literatura, el cine y las carreras de caballos ha hecho de él un hombre de gran cultura, que, además, tiene facilidad para escribir. «Escribo igual que hablo, rápidamente, y a ratos. Suelo hacerlo en bares, porque necesito ruido a mi alrededor». El último de sus libros, «De tripas corazón. La Biblia de la casquería», editado por Planeta, ya está en las librerías.

¿Con sólo 13 años vino solo a Madrid a buscarse la vida?

No, mi padre me acompañó, lógicamente. Y se quedó unos días hasta que encontré algo. Fíjate cómo era de primitiva y estrecha de miras la sociedad de los pueblos de entonces que se veía como algo deshonroso que alguien viniera a la capital y, después, se volviera.

Usted, sin embargo, ha salido por la puerta grande.

Por fortuna, uno no se queda eternamente en el «office», porque el trabajo era tan duro que era casi como estar atado al remo de una galera. Y, para colmo, la pila estaba en el lugar más inmundo, era el último círculo del averno. Pero de ahí uno pasa a la cocina, primero de aprendiz, y, después, se va evolucionando. En mi caso, ya con veintitantos años, me pregunté por qué no probar suerte con mi propio restaurante, que primero fue de alquiler. Las cosas suelen funcionar así, y una vez que tienes tu propio negocio descubres que lo que sería un fracaso es tener que trabajar para otro.

¿Recuerda en especial a alguno de sus maestros?

Sí. Tuve un jefe de cocina que era un personaje adorable. Coincidí con él en el Hotel Colón cuando acababan de inaugurarlo. Tocaba el piano como nadie, era un tipo cultísimo. Pero llegó un día la Brigada Social, se lo llevó y lo tuvo cuatro o cinco años en la cárcel, sólo por sus ideas. Y fíjate si era un hombre admirable que, mientras estuvo encerrado, cocineros que vivían con lo justito, proveedores... hacían una colecta para que a su familia no le faltara el sueldo.

Dicen que, todavía hoy, no falta un sólo día a su cita con los fogones.

Sí, tengo una especie de síndrome de Estocolmo. La cocina tiene muchos momentos de gloria, pero lo más grato es el mercado. Cada día voy, al menos, a tres. No hay producto que no me tiente... Y cuando vuelvo al restaurante, ya estoy pensando qué voy a hacer. Sé que es un poco ampuloso, y desde luego pretencioso, hablar de crear, que es un trabajo de dioses... Pero conseguir que la casquería, que la Cenicienta de la cocina se convierta, sin necesidad de calabaza, en princesa, tiene mucho mérito.

Así empezó

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