El orgullo del segundo y tercer mundo
La simpatía por el débil, pupas o achuchado es una de las características que se suelen adherir y asociar automáticamente al ente «buena persona», aunque en el fondo esconda un poso de simbiosis masoquista (¿si no de qué iba a tener el Atlético tantos aficionados?) ... o una aliviada sensación de superioridad (¿si no de qué iba a tenerlos el Madrid?).
Como muestra de generosidad en estos tiempos apretadillos, Thomas McCarthy (desaparecido en combate tras la maja «Vías cruzadas») ofrece dos débiles al precio de uno. O dos debilidades, según se mire. Por un lado, el contenido de su película: una familia deshilachada y en la cuerda floja del dichoso «primer mundo». Por otro, el auténtico continente en sí mismo: Jenkins, Richard Jenkins, ese actor de hoja perenne y raza «su-cara-me-suena» que, por fin, ha roto la pana característica para bordar un protagonista con amplísimos tonos grises.
Así, «The visitor» es un duelo retroactivo entre segundos y terceros mundos, de esos que entran en cines y periódicos por la gatera y gracias. Un enfrentamiento que nos pone en las narices el fino hilo que separa la poltrona burguesa acarreada por el profesor viudo, del precipicio sin fondo de la inmigración ilegal y sin red de su amigo «okupa». Eso y unas cuantas verdades como puños más sobre la sociedad actual, que por algo estamos ante una de las películas más inteligentes, respetuosas y sutiles disfrutadas en bastante tiempo.
Quizá una excesiva guardia alta por evitar el cine de denuncia setentero-megafonero sea su pequeño fallo, aunque nunca enturbia sus contundentes golpes al hígado en forma de soledades compartidas, sueños de papel verde mojado y esa entrañable desesperación de predicar en el desierto a golpe de tam-tam. Resígnate que algo queda, perdedor.
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