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Volver a la comunión

Los que tenemos un poco más de edad recordamos con pena el trágico cisma que Monseñor Marcel Lefebvre provocó en 1988 con motivo de la ordenación de nuevos obispos sin permiso de la Santa Sede. Fue un momento especialmente difícil y doloroso para el Papa Juan Pablo II, que tanto había luchado por la unidad de la Iglesia.

Ahora, dos décadas después hemos recibido la alegre noticia que dicho cisma ha terminado y que tanto los obispos como los fieles que estaban apartados de la Iglesia católica vuelven a la plena comunión con el Vicario de Cristo en la tierra. El argumento fundamental que se esgrimió entonces para provocar la separación fue el Concilio Vaticano II, pero hoy en día queda claro que un Concilio Ecuménico es parte fundamental del Magisterio de la Iglesia y que, por tanto, es incuestionable.

El problema verdadero es la aplicación del mismo Concilio, que en tantos lugares se ha prestado a confusiones, irregularidades y serias desviaciones doctrinales, litúrgicas y disciplinares. Pero Dios no abandona a su Iglesia, y a pesar de los duros momentos del post-concilio, a través del Magisterio claro de la Iglesia y del testimonio de vida de los santos contemporáneos, el pueblo fiel siempre ha podido distinguir lo que es correcto de lo que no lo es.

Por ello, hemos de superar de una vez esa cultura de la disensión respecto a la autoridad eclesial, y no caer en el falso tópico de que el Concilio Vaticano II supuso una «revolución», llamada a cambiar todo lo que hasta entonces existía en la Iglesia católica, pues nosotros vivimos la fe en comunión con todas las generaciones que nos han precedido.

Una de las cosas más bellas que suceden en nuestra Iglesia católica es la continuidad y la armonía entre todas las enseñanzas de los Papas, desde el origen del cristianismo hasta nuestros días.

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