Ministra Calamidad
EL día en que Magdalena Álvarez salió indemne del escándalo de los 444 vuelos gratis de Aviaco, sin que el presidente Chaves acertara a sacarla de su gobierno andaluz, la actual ministra de Fomento debió de aprender que en la política española eres tanto más ... fuerte cuanto más grave sea el follón que provocas. Lo certificó poco más tarde, cuando enredó al mismo Chaves en un formidable lío con las cajas de ahorros que le costó -a su jefe, no a ella- un problema serio en su propio partido, pero que no bastó para que la destituyeran de su cargo de consejera de Economía. Estaba claro: no hay mejor tuerca para atornillar a un político en su sillón que un alboroto de grandes proporciones, de los que encabritan a fondo a la opinión pública y motivan a la oposición para pedir dimisiones; a partir de ese momento, el cese del responsable de turno dejaría sin escudo a quien le nombró, a merced de la irritación general y de un adversario crecido. El sectarismo de nuestra vida pública constituye, en ese sentido, un seguro de vida para los políticos incompetentes.
Desde aquel doble aprendizaje andaluz, la Ministra Calamidad no ha dejado de sembrar desastres que la refuercen como fusible de su propia ineficacia. Con la excepción de su provincia de Málaga, a la que mima con generosidad presupuestaria, no ha habido territorio significativo que escape a su nulidad gestora y a su posterior chulería explicativa. Lo saben en Barcelona con el AVE y con el Prat, en Galicia con el plan post-Prestige, en Asturias con la autovía, en Madrid con Barajas. Allá donde ha podido fallar ha fallado, y además ha echado sobre el rescoldo de su inutilidad la gasolina de una arrogancia provocativa y petulante. Se ha convertido en un problema con piernas, pero eso es precisamente lo que hasta ahora la ha reforzado. Ha provocado tanta unanimidad en la animadversión que Zapatero no ha tenido más remedio que sostenerla para protegerse a sí mismo.
En una democracia honorable, una ministra que sufre la reprobación de una cámara parlamentaria se va ella sola a su casa antes de sufrir el bochorno de un cese. En España eso representa un certificado de continuidad, porque está prohibido por la costumbre concederle a la oposición una sola baza política. Confirmada una y otra vez después de cada embrollo, Álvarez sabe con exactitud que está cumpliendo una misión y se crece en su jactancia al punto de que, en la crisis ferroviaria catalana, llegó a señalar directamente a Zapatero como único responsable de su permanencia en tanto que autor de su nombramiento.
De algún modo, como hizo con Chaves, ha tomado al presidente del Gobierno como rehén de su incompetencia. Por eso se niega dimitir, y acaso tenga razón; no es la renuncia lo que en su caso procede, sino el despido. Magdalena no se tiene que ir: es Zapatero el que la tiene que echar. Y más pronto que tarde, hoy mejor que mañana, porque ya no se sostiene por más tiempo la falacia de que está al margen de las calamidades que causa quien no deja de ser más que su empleada.
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