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Comparable sólo a sí mismo

E. RODRÍGUEZ MARCHANTE

El punto de mira de Clint Eastwood es único en estos tiempos, y su cine no es comparable a ningún otro de las últimas décadas. Se suele decir: Eastwood hace un cine clásico, y ya con eso nos quedamos más tranquilos y satisfechos. Y esa singularidad de su modo de mirar es tanto ética como estética, y de sus películas nunca saltan pensamientos fáciles, o hechos, o correctos... En fin, en su modo de pensar, de mirar y de plasmar hay riesgo auténtico (no eso estéril, pretencioso e inocuo que a veces se confunde con el riesgo), lo cual debiera de contradecirse con el hecho de que, en efecto, su modo de hacer cine, de narrarlo, podría considerarse clásico.

Y es ésa idea, la de cineasta incomparable con cualquier otro, la que en ocasiones actúa contra el propio Eastwood, al que, no pudiéndosele comparar con otro, se le compara consigo mismo, con el mejor Eastwood posible, con el de «Bird» o «Sin perdón», lo cual convierte en desconcertantes y desequilibrados muchos de los juicios a sus películas. En resumen: «El intercambio» es una grandiosa película, atravesada de un cine majestuoso, fuerte, saturado de emociones, ideas, reproches, revelaciones, paisajes y tipos, independientemente de que, como es lógico, no sea «Sin perdón». El gran Eastwood tiene un carril bien ancho, y esta película, «El intercambio», va cómodamente por ese carril.

La historia es muy extraña, además de cierta, pues ocurrió en Los Ángeles en los años 20: es la lucha de una madre por encontrar a su hijo de nueve años, que ha desaparecido... Varios meses después, la policía lo encuentra y se lo devuelve, pero ella asegura que no es su hijo..., lo que hará que se enfrente con la corrupción de los sistemas policiales y judiciales de la época. Hay al menos cuatro películas y cuatro géneros distintos que pugnan por convertirse en la máquina de este tren: el melodrama, el policíaco, la intriga judicial y psicológica, el cine negro sórdido... Hay en la línea argumental un par de quiebros que le rompen la cintura a la narración y que dejan al espectador sobre un campo de ascuas.

El papel de la Ley, de la Justicia, sus límites, sus túneles y puentes, el poder, sus arbitariedades, sus atropellos, la lucha contra ello, el individuo contra el sistema, la verdad y su reflejo en una fotografía preparada, con una bandera o con un falso hijo... Son asuntos con los que el cine de Eastwood se tropieza; y luego, lo otro, lo oscuro, esa zona tenebrosa que ha apuntado ya en varias películas (aunque especialmente en «Mystic River») y que alude a los confines del abuso y a los horrores de la pederastia.

Al impecable fondo de época le precede una figura, la protagonista, la madre que lleva todo el peso emocional de la historia. La elección de Angelina Jolie para encarnar ese papel es arriesgadísima, por su condición de estrella y porque representa todo lo que no era Christine Collins, una empleada de la telefónica que vivía en un barrio obrero. Con notable esfuerzo dramático, Angelina Jolie doblega a su personaje, lo asume y compone una Christine Collins llorosa pero invulnerable, tozuda, frágil y pedregosa. No es difícil ver siempre a la hermosa y fascinante Angelina Jolie en vez de a esa madre doliente, lo cual le podría quitar al asunto algunas raspaduras de acíbar; pero es injusto devaluar por un asunto personal (que usted o yo lo veamos así) el melodramáticamente medido trabajo que hace esta actriz, con un tramo final hercúleo y lleno de venas y nervios en un chulesco cara a cara con el maligno. Dentro de lo excesivo de su tarea (una madre ante su peor abismo), Angelina Jolie es un modelo de armonía y mesura, y más al lado de John Malkovich, cuyo personaje, el del reverendo Briegleb, le proporciona a la viñeta argumental un nuevo y atractivo bocadillo: el de la fuerza de los medios de comunicación contra el poder corrupto. Pocas actrices hubieran encontrado el modo de transmitir en unas hábiles y demoledoras escenas tanta sospecha, afecto, aprensión, duda, amor maternal e inquina hacia ese niño al que ve como a un suplantador de su hijo.

Pues sí, Eastwood resulta una vez más sólo comparable a sí mismo.

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