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La carga de la prueba

SIN que le haya asomado al presidente el más mínimo gesto de contrición o palinodia por la temeraria aventura de su negociación con ETA, el Gobierno y sus aliados se han erigido en tribunal supervisor de la oposición respecto a la política antiterrorista. Con su habitual pericia propagandística y dialéctica, el zapaterismo ha dado en concluir que el Partido Popular, que ahora da su anuencia hasta al acercamiento de presos, aún no ha rectificado lo suficiente porque sigue empeñado en la inmediata disolución de los ayuntamientos de ANV. El sanedrín examinador mueve la cabeza con disgusto: el aspirante progresa adecuadamente, pero todavía no ha madurado lo bastante como para ser digno de recibir el certificado de buen comportamiento democrático, el salvoconducto que habilita para salir del cordón sanitario.

El cínico bucle retórico parte del sofisma de que el consenso antiterrorista que parece dominar esta legislatura no se debe a que el Gobierno haya empezado a detener etarras con la rapidez y eficacia que se echó en falta -por pasividad deliberada- durante el anterior mandato, sino a que, tras el fracaso electoral, el PP ha comprendido que sus críticas al discurso oficial sólo le producían tristeza y quebranto. De este modo, Rajoy habría ido a la Moncloa a implorar de Zapatero que le perdone sus pecados y le deje compartir algunos secretillos a cambio de no volver a discrepar, compromiso del que se está desdiciendo por la presión de los elementos más intransigentes de su partido y la estrategia outsider de Rosa Díez. Al solicitar mayor firmeza contra ANV, la oposición ha incumplido su sagrada obligación de consentir sin desconfianza y cerrar los ojos a los crecientes indicios de que, al amparo de los recientes éxitos policiales, han podido volver los tanteos de los aprendices de brujo.

La habilidad gubernamental en el manejo de los discursos y la creación de marcos argumentales le da ventaja en el debate si éste se reduce al mero contraste dialéctico. También le favorece el tono timorato con que el adversario llega a envolverse a sí mismo. En vez de examinar al poder sobre el grado de sinceridad de su nueva estrategia y reservarse el derecho de darle el visto bueno a esa capacidad de rectificación, el PP se deja enredar en la operación inversa, a rebufo de Rosa Díez y un poco a su pesar por tener que fruncir el ceño. Con harto desahogo, los portavoces de la mayoría se han rasgado las vestiduras ante la supuesta intransigencia de una oposición que exige algo tan anómalo como que los cómplices de los asesinos no gobiernen a su antojo más de cuarenta ayuntamientos. La derecha montaraz y tal, que siempre vuelve a las andadas.

El punto débil de tal argucia consiste en que los batasunos siguen ahí, enrocados en los sillones municipales que les cedió la actitud contemporizadora del Gobierno cuando aún confiaba en dar hilo a la cometa negociadora. Y que el desalojo no acaba de producirse, Zapatero sabrá por qué. Esa evidencia no lo es porque la oposición la señale, sino porque el poder la permite, y es sobre él donde recae la carga de la prueba. Aunque tal vez la política tenga en ocasiones razones que la razón no entiende, muchos ciudadanos sospechan que acaso sería peor si la entendiesen.

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