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El Buda cansado

NI siquiera en los tiempos en que las cosas iban bien y todo el mundo le aplaudía como un referente de sólida sensatez en un gabinete desquiciado por el aventurerismo más temerario, Pedro Solbes dio nunca la impresión de sacudirse su desmayada galbana de funcionario satisfecho. Ahora que ciertamente su trabajo se ha vuelto una tortura y ha de remar corriente arriba por un río desbocado, el vicepresidente ha trocado su aspecto de Buda indolente por la imagen viva y tridimensional de un hombre cansado, superado por los acontecimientos, entregado a la expectativa salvadora de un relevo. Sin energía y sin recursos, sin imaginación y sin entereza, sin resolución y sin coraje, su estampa proyecta la sombra inapelable de un fracaso.

Ya ni siquiera es capaz de sacar de sí mismo aquel aire de sabio cansino que le sirvió para ganarle, con datos trucados, un debate al novato Pizarro, que enredado en la ansiedad de su bisoñez no supo hacer valer la razón que le asistía. Solbes es hoy por hoy un político tan amortizado que suspira por su propia caducidad y sueña en voz alta con una pronta jubilación decorosa. Nunca fue un tipo capaz de despertar entusiasmo, pero ya ni siquiera suscita confianza. Se sabe abandonado en un Gobierno roto por la parálisis, y va como alma en pena sacudido por la duda moral de confesar su impotencia o seguir alimentando la inercia del voluntarismo político.

Su error más grave no han sido los análisis deliberadamente maquillados sobre la gravedad de la crisis, que al fin y al cabo respondían a la falaz consigna tranquilizadora del presidente. El gran problema de Solbes ha sido su incapacidad para imponerse intelectualmente a un Zapatero lego en economía, su falta de ímpetu para hacerse respetar con la autoridad moral de un gurú, quizá debido a la disciplina funcionarial con que ha encarado toda su carrera pública. El jefe del Gobierno le ha considerado siempre como un servidor solvente, una especie de mayordomo en el que se puede confiar para llevar las cuentas pero al que nadie se dignaría concederle un ápice de iniciativa financiera. ZP lo nombró y lo mantuvo para ganarse durante la época de estabilidad la anuencia del establishment económico y de la alta empresa, pero siempre se ha dejado deslumbrar por los brujos de su cinturón de confianza, los Sebastián, los Taguas, los Vegara y demás jóvenes lobos ambiciosos de moverse en los círculos del poder y conectados al presidente por una sintonía generacional y política. Solbes, al fin y al cabo, venía de vuelta.

Y de vuelta va, definitivamente, a la espera de un recambio que ayer casi reclamó en una patética confesión de hartazgo. Quizá no merecía irse en un momento así, desbordado por una crisis que cerrará de forma capicúa su paso por el poder -en la anterior etapa, la felipista, dejó el paro por encima del 20 por ciento-, pero puede que le faltara también la determinación para haberse retirado al final de la última legislatura. El único consuelo que dejará cuando se vaya será el de la duda de que sin él podría haber sido aún peor. Y ya es difícil.

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