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Cerrar heridas

... Por descontado que deben quedar bien registrados los excesos y crímenes cometidos por cualquiera de las partes, lo que nos confirma la debilidad del ser humano cuando se excitan y justifican los viejos rencores. Pero mucho más importante es recordar con serenidad las causas que provocaron nuestra contienda. No pensemos que estamos vacunados para siempre contra ellas...

Formo parte del grupo de españoles que con independencia de ideologías, que han podido ser muy distantes, nos hemos encontrado unidos en un objetivo común: Lograr que nuestra Patria nunca más sufriera la tragedia de una guerra civil, esa especie de maldición bíblica que nos ha perseguido durante los últimos dos siglos.

Para desterrar definitivamente el fantasma del enfrentamiento entre hermanos, no bastan las declaraciones pacifistas. Hay aspectos que se pueden quebrar con facilidad si no cuidamos la solidaridad entre todos los hombres y mujeres de todas las tierras de España, que se ve hoy amenazada por el sarampión del egoísmo autonómico y las pretensiones separatistas. Tenemos que unirnos en la comunidad de ideales que nos pedía Ortega, en la permanente búsqueda de objetivos ilusionantes, en la defensa de la dignidad del ser humano. Y, sobre todo, tenemos que cerrar definitivamente las heridas que siempre deja la lucha fratricida.

Y nunca se conseguirá si falta la grandeza de asumir nuestra Historia con sus glorias y fracasos. Lo acontecido ya no se puede mover. En el año 86, tuve el honor de mandar el Tercio «Duque de Alba», 2º de la Legión, de guarnición en Ceuta. En su pequeño y bien cuidado museo están colocadas en sitio preferente las Banderas de España que, desde su creación, ha custodiado con dignidad esta Unidad. Entre ellas, la Bandera republicana. Nunca se quiso ocultarla. Es parte de nuestra Historia, y como tal se asume. Es un buen ejemplo a imitar por los obsesionados con la retirada de símbolos; con ello no se borra nada.

La búsqueda de la verdad histórica impide tratar de enterrar en el olvido hechos que nos pueden doler. Exige facilitar el paso a investigadores para que sigan aportando luces. Sólo de su acertada labor podremos examinar con serenidad nuestro pasado acallando odios y venganzas... y mirar hacia el futuro. Pero hoy, desde algunas altas instancias se está incitando a revivir, con confusa y superficial información, tristes y lejanos episodios sólo referidos a uno de los bandos (me resulta ruin la justificación de que los del otro lado ya están suficientemente compensados), seguidos de contundentes condenas que excitan pasiones hasta ahora responsablemente contenidas y... empiezan otra vez a sangrar cicatrices.

La reconciliación definitiva pide valentía al estudiar en profundidad el desarrollo de nuestra guerra. Considero correctos el análisis de las batallas pero en el tema de las causas que llevaron a la tragedia, parecen ser acallados y desprestigiados los historiadores que trataron de investigar de forma objetiva las razones de las dos «medias Españas» que se enfrentaron, y sólo triunfan los que enaltecen al bando perdedor y demonizan todo lo que se refiere al que obtuvo la victoria.

¿Hay temor a reflejar la realidad de esa triste etapa de persecuciones, crímenes y pasiones separatistas que condujeron a tan trágico final, a rendir culto a la verdad que cada uno conoce, a salirse de lo «políticamente correcto»? ¿Por qué no reconocer hechos positivos en la etapa del Régimen anterior que posibilitó el paso sin traumas, quizás por vez primera, a un sistema democrático pleno?

Al estudiar los campos de batalla encontraremos héroes a los que enaltecer en los dos bandos, porque héroes fueron quienes dieron su vida en defensa de los ideales en los que creían. Siempre pensé que tanto los soldados nacionales como los republicanos lucharon por España, de la que sin duda tenían una muy diferente concepción. Y sin pretender ignorar excesos aislados, nunca justificables, en la mayor parte de las batallas se combatió con extrema dureza, pero también con la nobleza característica de nuestro Pueblo. Cuando esto ocurre, no es difícil la reconciliación e incluso el abrazo entre los que lucharon cara a cara. Simbolizo esta afirmación con dos ejemplos: el fácil regreso a España tras la guerra del General Vicente Rojo, hombre honesto y máximo estratega militar del bando republicano, y el respeto que se ha guardado al republicano Emilio Herrera, buen aviador de combate y digno compañero de armas, respeto que extiendo a Melchor Rodríguez, que puso fin a las terribles «sacas» de la cárcel Modelo y los fusilamientos en Paracuellos.

En los combates, en la tierra, en el aire o en la mar, murieron miles y miles de españoles, muchos de cuyos cadáveres fueron entregados a sus familiares por los dos bandos, pero también hubo otros muchos que, porque no lo permitió el ritmo de los combates o la carencia de medios de transporte, fueron enterrados en los lugares donde cayeron, unos bien identificados en fosas aisladas o comunes, y otros a los que se dio sepultura sin conocer su identificación. He sentido sana envidia al visitar los inmensos cementerios de Normandía en los que yacen entremezclados los miles de caídos del bando aliado y del alemán. Así, junto a la losa en la que reza el nombre del «Cabo John Smith, del Regimiento de Lanceros de la Reina», está a medio metro otra con la simple inscripción de «Ein Deutches Soldat». Allí están y anualmente les rinden conjuntamente honor las Naciones que sostuvieron tan cruenta lucha.

No puedo trasladar esta impresión a lo acontecido en la fase anterior al inicio de la Guerra Civil (ya sea fechada en el 34 o en el 36), ni a lo que pasó en las retaguardias, en las zonas en las que se refugian muchos de los que no tienen el valor de estar en la primera línea de combate y en las que desatan sus más bajas pasiones. Por descontado que deben quedar bien registrados los excesos y crímenes cometidos por cualquiera de las partes, lo que nos confirma la debilidad del ser humano cuando se excitan y justifican los viejos rencores. Pero mucho más importante es recordar con serenidad las causas que provocaron nuestra contienda. No pensemos que estamos vacunados para siempre contra ellas. La reciente tragedia de los Balcanes, los adormecidos odios que se destaparon, el horror vivido por sociedades aparentemente civilizadas (bien conocido por miles de soldados españoles) nos deben servir para, sin alarmismos, mantenernos vigilantes.

Y seamos especialmente delicados al tratar el tema de los muertos. Que nadie cometa la bajeza de utilizarlos con fines partidistas. En vez de formular insultos e inútiles condenas, rindamos juntos el tributo que merecen y respetemos el derecho de las familias a trasladar los restos localizados de seres queridos. Si no dejamos que nadie hurgue en las heridas, entre todos podemos cerrarlas definitivamente.

El profesor Jiménez de Parga concluía una reciente Tercera con este párrafo: «Debemos animar -y ayudar en lo posible- a los historiadores que nos iluminan el pasado, pero hay que cerrar la puerta a cualquier juez o magistrado que se crea en una época lejanísima, en los días del Antiguo Testamento, menospreciando los principios y normas de su oficio en un Estado de Derecho contemporáneo». Medite este pensamiento quién, en un afán desmedido de protagonismo, ha osado entrar en campos que no son de su competencia, injuriando nobilísimos apellidos, entre los que está el mío. Tras las declaraciones de incompetencia, pedidas primero por la Fiscalía y pronunciadas después por el Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, por encima de otros sentimientos me causa lástima el desprestigio que ha podido sufrir quien fue para muchos españoles el juez ejemplar y valiente por su lucha contra el terrorismo y el narcotráfico. Ojalá olvide sus veleidades políticas, recupere su independencia y vuelva con renovado ímpetu a su oficio sin cometer errores anteriores.

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