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Fraga, el paleocom y el dinosaurio

EN el extenso anecdotario del franquismo hay pocos episodios más desopilantes que ese en el que Pío Cabanillas y Manolo Fraga han de salir de naja para burlar la santa ira de un grupo de monjitas que les había sorprendido «in puris naturabilis» (en pelota picada, hablando en confianza). Es harto dudoso que el suceso sucediese jamás; de la misma manera que resulta indudable que el que lo puso en suerte era un maestro de la sátira. Ya se sabe: «Se non _ vero, _ ben trovato». Verdades hay que son tan verdaderas que lo de menos es que sean falsas. La historieta de los próceres coritos y las novicias escandalizadas (¿a quién no le escandaliza que le enseñen, de golpe, los secretos de Estado?) es un chiste de Gila, de tanto que se ha contado, pero, puesto que viene al pelo, no está de sobra reestrenarla. Volvamos, así pues, al escenario en el que se representó la farsa atribuida a tan ilustres comediantes. Eran los años en los que el menú turístico había sustituido al rancho de campaña y un sol de paella y sangría a destajo adormecía al Régimen y espabilaba, al mismo tiempo, la balanza de pagos.

Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, pero, en aquel entonces, los coches oficiales no eran aún poltronas movedizas como las que se gasta Josep Benach, «e tutti quanti». Tenían cuatro ruedas, un volante, una radio chirriante para escuchar el parte y un conductor del Parque Móvil que se había ganado el puesto en La Cruzada (al conductor, los arribistas le llamaban «el chofer», mientras los linajudos se referían al «mecánico»). Lo que brillaba por su ausencia era el acondicionador de aire y el sofoco agosteño, furiosamente igualitario, ponía las coplas del señor Jorge Manrique al alcance de todos los sobacos: «Allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / e más chicos, / allegados son yguales / los que viuen por sus manos / e los ricos». Ocurrió, pues, que Cabanillas -el astuto- y Fraga -el indomable- hallándose de gira por Galicia tuvieron la tentación de chapuzarse en una escondida cala. Don Pío, en un decir Jesús, que es lo natural en un democristiano, se fundió con las olas tal cual le parió su madre. Manoliño, al parecer, se lo pensó dos veces, mas acabó zambulléndose en el agua desprovisto del «Meyba» que lució en Palomares. Y en ésas andaban cuando un autobús de religiosas («¡Qué buenas son las madres ursulinas, qué buenas son que nos llevan de excursión!») se detuvo en la playa. Ambos, obviamente, escurrieron el bulto -escurrieron los bultos, sería lo adecuado- a fin de salvar la cara y, en cierto modo, el alma. «¡La cara!», gritaba Pío en la estampía a su cazurro acompañante. «¡La cara, so animal, la cara! ¡Quítate las manos de los huevos y tápate la cara!».

Apócrifa o no, la leyenda de marras constituye el mejor retrato al ácido que se ha hecho jamás de Manuel Fraga. Desnuda al egotista empedernido que es incapaz de improvisar con sensatez, pero no titubea cuando de desbarrar se trata. Que sigue siendo aquél que se tapaba las vergüenzas pese a que sus vergüenzas no haya quien las tape. El paleocom que afirma -«com» un par, por descontado- que los denominados neocom son unos mentecatos y el liberalismo una herejía abominable. El mismo señor Fraga que, según sus exegetas, lleva el Estado estibado en el tarro (¿no le cabría en otra parte?) y que es una figura incombustible, pese a los alifafes y a los años. La incombustibilidad de Fraga es, en efecto, inobjetable. Quemar lo ya quemado no es tarea fácil y el mascarón de popa de los populares esparce chamusquina allá por donde pasa. Más que echarle bemoles hay que echarle cara («¡La cara, Manoliño, tápate la cara!») para salir a estas alturas con el chiste de sopesar al adversario por las bravas. Que empiece dando ejemplo y sopesando sus bravatas. Pero lo suyo es el letargo acre y la modorra enfurruñada. Y, luego, al despertar, buscar algún espejo que confirme que el cuento no ha cambiado. Que continúa ahí. El dinosaurio, claro.

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