Jueves, 04-12-08
«A los que no vivieron para contarlo,
a los valientes que se fueron,
a los valientes que permanecen».
ESTAS son las palabras con las que, sobre un fundido en negro, concluye el documental El Infierno Vasco. En el trabajo realizado por Iñaki Arteta y Alfonso Galletero, diversas víctimas de la intimidación etarra relatan en primera persona los efectos del terrorismo y cómo la intimidación de ETA les ha empujado a tomar una dramática decisión: renunciar a vivir en el País Vasco con el fin de evitar el destino que ayer un asesino le impuso a Ignacio Uría. Hombres y mujeres que han abandonado sus hogares para emprender una nueva vida lejos de la asfixia del terror confiesan ante la cámara su frustración, e incluso abatimiento, ante el sentimiento que uno de los protagonistas expresaba así: «Sigo pensando que he traicionado a los míos». Son ciudadanos a los que injustamente se les ha reclamado la heroicidad de convivir bajo la amenaza terrorista y que, en un momento dado, hastiados de temer la llegada del asesinato, han buscado la libertad en otro lugar.
Los testimonios recogidos en El Infierno Vasco demuestran cuáles son las terribles consecuencias del terrorismo sobre el tejido social y político de un país, revelando cómo un Estado democrático no debe ignorar esa dimensión de la estrategia terrorista. A pesar de la debilidad de la banda, ésta todavía posee capacidad para aterrorizar y extorsionar, circunstancia que no puede ser minusvalorada aduciendo que el número de víctimas mortales es menor que el de épocas precedentes. Semejante razonamiento no sólo constituiría un desprecio personal a la vida de cualquier ser humano asesinado, sino además un erróneo cálculo político frente al desafío terrorista. El asesinato de Ignacio Uría persigue extender el terror, demostrando que, si bien ETA se encuentra debilitada, la banda todavía es capaz de coaccionar a la sociedad vasca. Por ello, las rotundas y habituales declaraciones de condena tras el crimen deben complementarse con firmes acciones por parte del Estado que permitan a los ciudadanos más vulnerables sentir una protección vital para evitar que la violencia resulte finalmente eficaz.
A pesar de las necesarias y repetidas reprobaciones del terrorismo, desgraciadamente ETA encuentra precedentes que confirman la cesión de los actores democráticos ante la intimidación terrorista. Estos triunfos son los que la banda exhibe entre su militancia para perpetuar una campaña que en estos momentos se ha fijado otro objetivo: el boicot a la línea de alta velocidad, en cuya construcción trabaja la empresa de Ignacio Uría.
El 8 de marzo de 1991 el diario Egin publicó un comunicado en el que ETA asumía la autoría del asesinato de José Edmundo Casañ Pérez-Serrano, delegado de la empresa Ferrovial. La declaración de los terroristas decía así: «Esta acción responde a la responsabilidad e implicación graves que la citada empresa viene asumiendo de buen grado y con plena conciencia de sus actuaciones en el desarrollo de las obras del proyecto oficial de la autovía Irurtzun-Andoain». Meses antes, en su edición del 23 de diciembre de 1990, ese mismo diario había difundido otro comunicado terrorista en el que la banda advertía que actuaría «con firmeza contra todos aquellos responsables técnicos y financieros vinculados al desarrollo de las obras» de la denominada autovía de Leizarán.
Finalmente el 22 abril de 1992, el Gobierno de la Diputación de Guipúzcoa, con los votos a favor de PNV y PSE-PSOE, y con la aquiescencia de Herri Batasuna, llegó a un acuerdo para dar vía libre a su construcción y ceder en gran parte al cambio de trazado propuesto por los radicales. La autovía fue inaugurada en mayo de 1995 después de que ETA asesinara a tres personas e hiriera a otras nueve por estar relacionadas con su construcción. Previamente, ETA había obtenido otro éxito al lograr la paralización de la central nuclear de Lemóniz después de asesinar a cinco personas entre 1977 y 1982.
Al comparar esos sucesos con la intimidación que ahora ETA ejerce contra las personas implicadas en la construcción de la línea de alta velocidad, es preciso recordar la evolución decadente de la propia ETA y de una respuesta antiterrorista que se ha ido perfeccionando a lo largo del tiempo. Sin embargo, la evocación de esos antecedentes y las consecuencias que las cesiones tuvieron en aquel entonces deben ser tenidas en cuenta para evitar que el crimen cometido ayer por ETA sea recompensado de nuevo en el medio o largo plazo. Sólo así podrá contenerse la viciosa retroalimentación de la banda mediante la explotación que los terroristas hacen de las victorias políticas obtenidas en algún momento de su sanguinaria trayectoria. Esa misma lógica es la que permite definir como contraproducente cualquier negociación con la organización terrorista, pues semejante concesión a la banda es siempre interpretada por los terroristas como constatación de la eficacia de su violencia y, por tanto, como invitación a la reproducción de la misma con idénticos fines coactivos.
Esta racionalización entiende el miedo como un factor imprescindible en la consecución de los objetivos de ETA. Obliga en consecuencia a negar la expectativa de éxito a la banda con el fin de disuadir su creencia en la utilidad del terrorismo. Para que así sea verdaderamente, y para que las necesarias condenas tras el asesinato de Ignacio Uría cobren auténtico sentido, ciudadanos y políticos debemos extraer algunas conclusiones. Si este asesinato no debe ser premiado con una cesión que ETA pueda exhibir triunfalmente en sus reivindicaciones contra el tren de alta velocidad, tampoco el proyecto político nacionalista que la banda intenta imponer debe ser recompensado después de la sucesión de sus centenares de crímenes. Así lo recordaba Joseba Arregui al reivindicar el significado político de las víctimas del terrorismo hace tan solo unos días en un acto organizado por la Fundación Manuel Giménez Abad y la Fundación Víctimas del Terrorismo:
«El asesino de ETA actúa con una tremenda racionalidad. Es la racionalidad de un proyecto político que exige eliminar como obstáculos definitivos aquellos grupos sociales encarnados por el individuo concreto que asesina. Por medio del asesinato discriminado ETA quiere facilitar la materialización de su proyecto político. Y entiende que sin asesinar, sin el terror y el miedo que inspira en determinados sectores sociales el asesinato discriminado, no va a ser posible conseguir la materialización de su proyecto político». El ex consejero de Cultura vasco y modélico referente intelectual y cívico concluía así: «Por eso la verdad objetiva de las víctimas asesinadas radica en que cada una de ellas es un obstáculo insalvable para ETA y su proyecto, mucho más insalvable como asesinados que lo que lo eran en vida. Ésa es la gran derrota de ETA, ésa debiera ser la gran derrota política de ETA: la convicción a la que debieran llegar todos los partidos políticos en la medida en que fueran democráticos, de que cada asesinato representa la imposibilidad política de que el proyecto de ETA, ni nada que se le pueda parecer, pueda ser nunca realidad en la sociedad vasca».
Puesto que el terrorismo es un método a través del cual se ambiciona el desistimiento de un sector de la sociedad forzado a doblegarse ante la amenaza violenta, la política antiterrorista no debería ignorar su relación con las víctimas. Esa relación reclama la implicación de éstas en la política antiterrorista y una suerte de «politización» de las víctimas que no debe entenderse como una negativa manipulación de quienes han sido victimizados ni como una injusta explotación de su dolor. Se trataría más bien de hacer presente la dimensión política de quienes han sido convertidos en víctimas por parte de una organización terrorista que, no lo olvidemos, persigue unos fines políticos nacionalistas. Quizás así la injusticia que cada asesinato supone quedaría menos impune.

Enviar a:

¿qué es esto?


Más noticias sobre...