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Aguirre relata en ABC la pesadilla de Bombay: «Era una ratonera»

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, relata en ABC sus reflexiones después de haber sobrevivido, junto a la delegación que le acompañaba en un viaje oficial a ese país, a uno de los atentados más brutales del terrorismo islamista

A las 14:50 de la tarde del viernes tomaba tierra en Torrejón el avión de la Fuerza Aérea Española que traía de regreso a España al grueso de los miembros de la delegación de la Comunidad de Madrid y a los empresarios que la acompañaban en su viaje a India para anudar lazos económicos, culturales, turísticos y científicos con ese inmenso país y para buscar allí oportunidades de inversión y negocio. A pie de escalerilla los estaba esperando en compañía del ministro de Exteriores, y uno a uno los he ido abrazando y he festejado con ellos el feliz desenlace de este viaje que podría haber terminado en una tremenda tragedia para nosotros, como lo ha sido para las familias de los más de 180 muertos y más de 350 heridos que los terroristas han provocado. Porque la realidad es que el destino nos había conducido al centro de uno de los atentados más sangrientos y espectaculares de la reciente historia. Un atentado que está en la línea de los de Nueva York, Madrid, Londres, Bali o Casablanca, inmensas masacres que buscan crear el pánico en la población, desestabilizar los países y provocar el desconcierto y la desmoralización entre los defensores de la libertad y de la sociedad abierta.

Los abrazos emocionados a todos los que regresaban se unían a los comentarios torrenciales que nos intercambiábamos para recordar lo vivido y para contrastar las emociones, temores y experiencias que hemos compartido en esa ciudad de más de 22 millones de habitantes, que hasta 1995 se llamó Bombay, nombre de origen portugués que viene de bom bahia (buena bahía).

Un abrazo

Uno de los momentos más emocionantes de ese reencuentro sobre la pista de Torrejón ha sido, sin duda, el abrazo al actual alcalde de Mahadahonda y viejo amigo mío, Narciso de Foxá. Su presencia en Mumbai se debía a la inmensa tragedia de haber tenido que ir hasta allí para hacerse cargo de los restos mortales de un hermano suyo que había fallecido dos días antes en un hospital de esa ciudad. El destino, que es el nombre que a veces damos a la providencia, hizo que, al entrar en el inmenso hall del hotel Oberoi -un hotel cuyo nombre no olvidaremos nunca-, la primera persona a la que vi fue a él, que venía hacia mí y con el que me fundí en un abrazo de condolencia y de amistad, que yo quería mostrarle porque era evidente que Narciso estaba allí para pasar el peor trago de su vida: reconocer el cadáver de su hermano y encargarse de la cremación y posterior traslado de sus cenizas a España. Narciso, que estaba allí para cumplir con ese deber sagrado de enterrar a los muertos como Dios manda y que empezó a contarme la triste historia de la muerte de su hermano, instantes después, al empujarme detrás de un mostrador, va a ser, probablemente, el responsable de haberme salvado la vida.

Pero ahora estábamos en la pista de Torrejón, felices de reencontrarnos todos sanos y salvos y, sobre todo, eufóricos por haber hablado ya con Alejandro de la Joya y Álvaro Rengifo, completamente libres. Narciso me transmitía sus sentimientos, unos sentimientos encontrados de tristeza por la muerte de su hermano y de satisfacción por haber cumplido con su deber y haber salvado la vida, y en medio de aquel desordenado intercambio de experiencias sacó del bolsillo un papel arrugado donde él, con la ayuda de los otros protagonistas de la historia, había dibujado, durante el vuelo, un croquis bastante preciso del hall del hotel, y había reconstruido los hechos.

Un croquis

Allí, sobre la pista de la Base Aérea de Torrejón, con ese croquis delante y con las explicaciones que Narciso y otros de los que, como Ignacio Ruiz-Larrea o Norberto Irezábal, habían estado en el Oberoi, es cuando tomé verdadera conciencia de lo que pasó la noche del miércoles y de lo cerca que estuvimos de caer asesinados por las balas de los terroristas. Porque aquellos ruidos estruendosos que escuchamos nada más entrar en el hall y que pensamos que eran algunas cristaleras que se habían roto fueron en realidad los disparos con los que los terroristas asesinaron a los guardias de seguridad que se les interpusieron en su paso, desde el contiguo Hotel Trident, hacia ese «lobby» del Oberoi.

De espaldas

Y aquellas ráfagas tremendas de fusiles ametralladores que escuchamos justo a nuestro lado y que yo no pude ver porque estaba de espaldas al lugar por donde penetraron los terroristas fueron las que provocaron la muerte de muchas -hablan de 24- de las personas que estábamos en ese «lobby», que era una ratonera cuya única salida era una puerta de servicio, que los miembros de la delegación madrileña tuvimos la suerte de tener muy cerca y la suerte de que los aterrorizados empleados del hotel nos la mostraran. Narciso me decía en la pista de Torrejón que él había visto los fogonazos de las metralletas y que los vasos rotos que tuvimos que pisar para llegar a la puerta no los habíamos tirado al suelo nosotros en nuestra precipitación, sino que los habían roto las balas.

Allí, en Torrejón, recordé que el cónsul español en Mumbai, César Alba -que nos acompañaba y al que la estampida que nos separó en dos grupos le dejó con los otros miembros de la delegación, a los que ayudó con su serenidad toda la noche- me había dicho por teléfono que el vaso de naranjada que estaba tomando se lo había volado un balazo. Allí, en la pista de Torrejón, comprendí que la Providencia, que otros llaman destino, había velado por nosotros y que era un verdadero milagro que todos, absolutamente todos, los miembros de la delegación hubiéramos salido indemnes de ese trance. Y fue entonces, allí, en Torrejón, junto a Narciso, junto a Arturo Fernández, junto a Salvador Santos Campano, junto a Isabel Gallego, junto a Cova Fernández, junto a Carlos, el fotógrafo, junto a Raúl Ruano, junto a Yolanda Vidal, junto a Ignacio Martínez Latorre, junto a Ignacio Ruiz-Larrea, junto a Norberto Irezábal y junto a Margarita Ortiz, cuando comprendí la inmensa suerte que habíamos tenido de habernos salvado todos de ese salvaje atentado.

Haber vivido de tan cerca este ataque terrorista me ha llevado a recordar con nitidez las dramáticas imágenes que guardo de las estaciones de Atocha, de Entrevías y de Santa Eugenia, cuando llegué a ellas pocos minutos después de los atentados del 11-M, y me ha llevado a reflexionar una vez más, pero con más intensidad si cabe, sobre la importancia de que todos los que creemos en la libertad y en la sociedad abierta estemos unidos y firmemente decididos a defenderlas contra el terrorismo.

Provocar el pánico

Los actos terroristas, además de llevar la tragedia a las personas que pierden sus vidas y a sus familiares, siempre buscan provocar en el resto de los ciudadanos ese pánico y ese terror que puedan llevarnos a rendirnos o a someternos a la voluntad totalitaria de los asesinos. Y es verdad que, cuando se ven los cuerpos destrozados y se siente de cerca la violencia de las explosiones y de los disparos, podemos tener la tentación del desánimo o de la desmoralización, pero, justo en esos momentos, es más importante que nunca que nos reafirmemos en nuestros principios y que seamos valientes para plantar cara a los que quieren arrebatarnos la vida y, lo que es aún más importante, la dignidad y la libertad. Esa es la enseñanza principal de mi experiencia de Mumbai.

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