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¿Y cómo derrotarlos?

LA matanza de Bombay vuelve a exponer ante los ojos de Occidente la vesania del terrorismo islamista. Carlos Herrera escribía ayer en este periódico que, por mucho que incomode a las melifluas y acomodaticias mentes occidentales, estamos en guerra; y que esa guerra sólo se resolverá si el terrorismo islamista es derrotado, empresa que nos exigirá sufrimientos. Pero lo cierto es que Occidente está poco dispuesto a sufrir; y sin sufrimiento no creo que pueda haber victoria. Cada vez que el terrorismo islamista nos sobresalta con una hecatombe, proclamamos pomposamente: «No lograrán que renunciemos a nuestros valores»; pero lo cierto es que, si nos preguntaran cuáles son esos valores, balbucearíamos frases inconexas, para terminar aferrándonos a la manoseada «libertad», que es el talismán o espantajo que enarbolan quienes no tienen valores. El hombre es más libre a medida que es más fuerte -nos enseña Castellani-, y la obsesión por la libertad es la prueba de máxima debilidad, que es la debilidad de la mente. Debilidad que Occidente demuestra cada vez que se enzarza en discusiones bizantinas sobre la presunta incompatibilidad entre libertad y seguridad, como si lo que nos hace más fuertes nos hiciera menos libres.

Pero, ¿qué es lo que nos hace fuertes? No, desde luego, las apelaciones campanudas a valores que no tenemos, o que hemos arrumbado en la trastienda de un museo de cera. Esta ausencia de valores revitalizados por una profesión de fe constante es, precisamente, lo que nos torna débiles; y esa debilidad es la que el terrorismo islamista ataca, seguro de su triunfo final. Occidente ha perdido la fe en los valores que sustentan su cultura; y cuando se pierde la fe en esos principios y valores es natural que no se esté dispuesto a sufrir en su defensa. A esta debilidad creciente ha contribuido, paradójicamente, la prosperidad que tales valores ha auspiciado; porque cuando los valores degeneran en medios de consecución de una prosperidad material condenan a los pueblos que los disfrutan primero a la decrepitud y después a la mera extinción. La Historia confirma repetidamente la verdad de este aserto.

Occidente ha encontrado en el progreso material el «valor supremo» que lo distrae de su decadencia espiritual. Y el terrorismo islamista, atento a los avances de la enfermedad que nos corroe, sabe que en esa debilidad onanista se esconde la semilla de la rendición. Ni siquiera hará falta que lance contra nosotros un ejército invasor; bastarán unos cuantos atentados como el de Bombay, unas cuantas «epifanías del horror» calculadamente dosificadas, para que Occidente acabe abjurando de esos valores que invoca. Pues, ¿en qué consisten tales valores, tan pomposamente invocados? Hoy por hoy, no son sino la mascarada que disfraza la obsesión por privilegios e intereses personales (aunque la suma de intereses personales adquiera a veces la falsa apariencia de interés colectivo); y una sociedad cuyos miembros no anhelan otra cosa sino la satisfacción propia acaba destruyéndose a sí misma. Este apetito de autodestrucción lo constatamos a diario: relativización del Derecho (convertido en mero instrumento legal para la satisfacción de caprichos), fascinación por el suicidio y la eutanasia, cifras industriales de abortos, estancamiento demográfico, etcétera. Fenómenos reveladores de una desesperación que torna a Occidente impotente al esfuerzo vital y descompone los cimientos sobre los que ha erigido su cultura.

Belloc nos enseñaba -pero, ¿quién lee hoy a Belloc?- que las culturas surgen de las religiones; y en las religiones alimentan su fortaleza. El lugar que el entusiasmo cristiano ocupó en otro tiempo en Occidente fue sustituido por entusiasmos políticos («autodevociones» onanistas) que fueron agostando su fe ancestral, hasta reducirla a escombros. Y, como dice el salmista, «si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles». Esta disolución de la fe es la causa última de la debilidad de Occidente, y de la descomposición de sus valores en este barrizal impotente al esfuerzo vital en el que hoy chapoteamos. Ahora las únicas y exangües fuerzas que nos restan las empleamos en retirar los crucifijos de las escuelas: a esto se le llama morir matando; aunque -eso sí- sin provocar sufrimientos.

www.juanmanueldeprada.com

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