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Sin cabeza, pero rubia

Sin cabeza, pero rubia

Lucrecia Martel es una de las joyas del nuevo cine argentino, y el hecho de que Pedro Almodóvar se haya implicado en la producción de sus últimas películas es una clara señal de su valor. Vale. Quien haya visto sus dos películas anteriores, «La ciénaga» y «La niña santa», sabrá que el cine de Martel es minucioso, silencioso, sudoroso..., en fin, que pide más ser notado que ser visto. En «La mujer rubia» toma aún un camino más estrecho, una vereda por la que apenas ya si cabe el espectador, pues de los dos niveles que propone (o sea, la historia y su evidente metáfora) ninguno sobrepasa lo nimio.

La trama consiste en que una mujer, Verónica, de clase acomodada, atropella «algo» con el coche y frena unos metros después, pero ni siquiera se atreve a bajar y mirar qué es. Ese suceso la sumirá en un estado depresivo, o reflexivo, que la irá consumiendo poco a poco. La incertidumbre (¿qué o quién ha matado?), la culpa, los borbotones de conciencia, incluso la ausencia de cadáver (desaparecidos) forman una especie de quiste metafórico que convive sin moverse junto a lo que sale en la pantalla: un primer plano de la actriz, María Onetto, realmente forzada a una interpretación hercúlea, sin texto, sin gesto, con la mirada perdida, abúlica, y con una metáfora detrás tan burda.

No hay modo de no entender a «La mujer rubia», pero tampoco hay modo de implicarse emocionalmente con ella: Lucrecia Martel se ensimisma de tal manera en la tortura interior de esa mujer que toma repentina conciencia del mundo que le rodea, que el espectador sobra. Es fácil desinteresarse de la historia individual de Verónica: ella misma se desinteresa, y la directora sólo está pendiente de transmitir el propio aburrimiento vital del personaje. Y en cuanto a la historia colectiva que sugiere como parábola, que entronca con la trágica historia argentina (y de otros muchos países), pues resulta complicado asumirla como original entre los vapores de la abulia y el desinterés que exhala.

Como retrato social de la burguesía argentina, «La mujer rubia» es banal, pues no aporta más que eso mismo que critica: la nada. Como película de intriga (¿qué ha atropellado Verónica?) pierde todo su posible gas enseguida, en cuanto la propia directora se enfanga en la banalidad de su retrato, como en una ingenua confusión entre «Muerte de un ciclista» y «Ladrón de bicicletas». Como película críptica, es igualmente inoperante, pues todo en ella es demasiado visible, evidente, incluso su ansiosa voluntad de narrar desde el interior de esa mujer vacía.

Su mejor arma es otra vez la minuciosidad, su cualidad contemplativa, lo sugerente del plano, el clima que le procura a prácticamente nada, la fuerza del encuadre y la insolente invitación al aburrimiento: conviértete en ella, parece decirte Lucrecia Martel. Todo lo cual hace pensar que, tal vez a la próxima, esta notable directora encuentre el modo de expresar lo que quiere sin necesidad de tropezarse con ello.

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