JUAN PEDRO QUIÑONERO
CORRESPONSAL
PARÍS. Gerard Mortier no deja indiferente. Sus amigos lo consideran el hombre más brillante de la ópera europea de nuestro tiempo. Sus enemigos han pedido su cabeza en Bruselas, en Salzburgo, en París, considerándolo en demagogo peligroso. Su primer escándalo (1970) fue la petición escrita de un teatro nacional para Flandes. Treinta y siete años más tarde, el Rey de Bélgica le concedía el título de barón. Belga flamenco, nacido en Gante de un padre panadero y una madre melómana, jurista de formación, provocador por snobismo, historiador político del género lírico, ha dirigido muchas de las grandes óperas de Europa, Düssoldorf, Francfort, Hamburgo, París, Bruselas, Salzburgo, desde hace más de treinta años.
Su brillantísima carrera es un rosario de triunfos y escándalos. En Bruselas se enfrentó a cara de perro con un artista excepcional, Maurice Bejart. En Salzburgo, su última temporada terminó con un fabuloso escándalo y una esquela mortuoria en la prensa local. En París, sus «provocaciones» nunca precipitaron grandes batallas: al público local le encantan las «sorpresas». Debía dirigir la New York City Opera, pero el proyecto se vino abajo, ¿por razones financieras?
A sus 65 años, los cumplió el martes, Mortier sigue siendo un niño terrible, siempre dispuesto a sorprender, rodeándose de directores musicales y directores de escena seducidos por los perfumes azufrosos de la «provocación».
En Bruselas, su política tuvo un éxito fulminante, aunque precipitó la huida de Bélgica de Maurice Bejart. En Bayreuth y Nueva York, sus proposiciones no han encontrado el eco y los presupuestos reclamados. Habilísimo conocedor de los pasillos donde se negocian los presupuestos culturales de Estado, en Bélgica, en Alemania, en Francia, Mortier, también sabe razonar sus éxitos y fracasos con mucho humor y elegancia. Cuando los espectadores gritan y patalean denunciando sus «provocaciones», Mortier ironiza sobre el «pan y circo que tanto le agrada a la burguesía reaccionaria». Cuando los presupuestos de Estado no están a la altura de sus ambiciones, el director se pregunta por el incierto destino del arte lírico.