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La República cupo en un taxi

LA izquierda zapateril ameniza el ambiente con frutos secos y cuentos navideños sobre la República. ¡Aquello era democracia! Ahí es nada: España vota un gobierno municipal y se encuentra con un cambio de Régimen rendido, ay, a la Justicia y la Libertad.

De la Libertad se ocupa Miguelito Maura, ministro de la Gobernación en una República proclamada por él mismo en un descuido de los guardias del Ministerio. Maura es esa «derecha civilizada» que recomienda la izquierda, y para disipar dudas decide, a las tres semanas, dar el primer aviso, por opositor, al ABC, cuyo director está en el Círculo Monárquico con Honorio Maura, hermano del ministro. A media mañana, frente al Círculo, en la Puerta de Alcalá, veinte desocupados inician un motín republicano con la complacencia gubernativa. Corren la voz de que el director de ABC -que no ha salido del Círculo, y así lo saben en Gobernación- ha matado a un taxista que se negaba a vitorear al Rey. ¡Ah, la santa indignación del pueblo contra la provocación de los señoritos monárquicos! A los veinte se suman miles de «republicanos auténticos» que queman los coches de los del Círculo antes de ponerse con las iglesias y conventos. Todo hubiera podido atajarse con dos parejas de guardias. Honorio Maura telefonea a su hermano para ponerle al corriente, y el ministro responde: «No tengáis miedo. En seguida mandaré un escuadrón de la Guardia Civil. Todo quedará reducido a que hoy almorcéis un poco más tarde.» Es mediodía. La Guardia Civil llega... a las cinco de la tarde. Ordena salir a los sitiados. Al acosado director de ABC lo salva un desconocido que lo sube a su automóvil. La chusma va al ABC para incendiarlo. En la calle hay varios muertos. Los periódicos republicanos hablan de «flechas envenenadas» arrojadas desde las ventanas «contra el pueblo indefenso». En el juicio se verá que esas flechas, empleadas en la guerra de África, las lleva delante de ABC un mecánico de Aviación, comunista, a quien años antes el periódico ha entregado un dineral producto de una suscripción de ABC para premiar una gloriosa hazaña. Por la noche, el ministro ordena la incautación de la casa de ABC y la detención de su director, exclamando ante los periodistas:

-Yo no tengo la culpa de que un hombre se haya vuelto loco.

Refugiado en la casa de un amigo, el director de ABC escribe al ministro: «Muy señor mío: yo podré guardarme de las turbas, amotinadas contra mí por especies calumniosas, pero de ninguna manera del Gobierno, porque no soy ningún delincuente. Estoy a su disposición en casa de don Luis Soler, calle de San Mateo, 7 y 9.»

El director de ABC ingresa en la cárcel de los comunes, incomunicado y procesado «por asesinato y desórdenes graves». Al anochecer, el resplandor de los incendios ilumina la celda y descubre la pintada de su antecesor, Fernando de los Ríos, alias Don Suave, ya ministro de Justicia: «Por la Libertad, el Derecho y la Justicia.» El preso que le lleva la comida informa al director de ABC de que la chusma intenta asaltar la cárcel. Lo impide, «motu proprio», el oficial de guardia, que en un panecillo le hace llegar un papel: «Si tienen ustedes algún medio de comunicar con Luca de Tena, díganle de mi parte que estoy dispuesto a morir al frente de mi Compañía, antes que entren en la cárcel los que pretenden asesinarle. El oficial de guardia.» El director de ABC nunca sabrá quién es ese hombre. ¡Ah, la Libertad, el Derecho y la Justicia de Don Suave, a quien Camba conoció en Washington la noche de la Prohibición! En una juerga de barbas falsas, la de Don Suave, el «enchufado» de la Monarquía, era auténtica, y llamó la atención.

Acreditada la inocencia, el juez sobresee el proceso, aunque el director de ABC permanece aún cuatro meses en la cárcel como preso gubernativo de una República que niega la existencia de presos gubernativos. Les lleva veinticinco días devolverle el ABC, y el pasaporte, dos años.

Sólo ha sido el primer aviso.

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