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Los condones de Carod

DE ser cierto -y no hay nada que induzca a sospechar que sea falso-, el episodio más desternillante que ha producido nunca el internacionalismo solidario es el que refería el gran Néstor Almendros con una mezcla de guasa tropical y de recochineo asilvestrado. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces? ¿Veinte? ¿Treinta años? Media vida, quizás, o, tal vez, nada. La farsa se repite con distintos farsantes y en nuestro disco duro no hay desmemoria suficiente para acallar el eco de las carcajadas. Aquella noche, pues, Néstor Almendros utilizó el escarpín de Cenicienta a fin de servirse un lingotazo y sirvió a su auditorio una historia sublime en bandeja de plata. ¿En bandeja de plata, como si fuera Billy Wilder? Por ahí le andaba. ¡Luces, cámara, acción! La película arranca con un juego de niños, con una cantinela inocente y lejana, que delimita el territorio en el que el esperpento habrá de desposar al disparate. «A La Habana ha llegado un barco cargado de...».

A una Habana hambreada por el bloqueo criminal de los imperialistas yanquis (Ya saben: «¡Patria o muerte!». Perdón por la grosera redundancia) arribó un barco chino cargado hasta los topes de ayuda humanitaria No traía naranjas de la China, sin embargo. Ni arroces tres delicias, ni fideos con soja, ni patos laqueados. La generosa aportación del régimen maoísta a la tenaz resistencia de sus heroicos camaradas iba más dirigida a desahogar la calentura que a añadir calorías a la magra pitanza. Bien fuese por el imperativo demográfico que rige los destinos del gigante asiático, o bien porque los jerifaltes de Pekín determinasen que el comunismo caribeño no podía arrugarse, el navío en cuestión llevaba en sus bodegas suficientes condones para una orgía planetaria. Uno de los problemas que provoca el que el Estado le eche la zarpa encima a la mano invisible del mercado es que la variedad se sacrifica siempre a un igualitarismo impuesto «manu militari». Pero Natura, diversa por principio y que no entiende de planes quinquenales, reparte sus mercedes a capricho y de la manera que mejor le place. Con unos se prodiga y con otros, en cambio, es de una mezquindad usuraria. Vamos, que entre la madre y la madrastra apenas hay un palmo de distancia. Medido a bulto, claro.

Y ocurrió lo que tenía que ocurrir; lo que, sin duda, ustedes habrán adivinado. El tamaño sí importa y, en ése aspecto al menos, no acabaremos nunca con la lucha de clases. Teorías al margen, el caso es que, en la práctica, el profiláctico regalo del presidente Mao -que, dicho sea de paso, amén de un asesino, era un pedófilo bestial e insaciable- no le hacía justicia a los exuberantes atributos que la fama atribuye a los cubanos. Pese a emplearse a fondo, la censura castrista no consiguió poner puertas al campo y la noticia (bomba) del irrisorio petardazo se convirtió en la comidilla de la isla -se le podía hincar el diente, que algo es algo- y un huracán de risa la barrió de cabo a rabo (y disculpen, de nuevo, el coletazo redundante). La clásica parábola en torno al pedigrí de los podencos y los galgos se transformó en una disputa despiadada sobre si las refuerzos enviados desde el inmenso látex-fundio eran uñeros o dedales. O sea, que los preservativos en cuestión, aun sin dar la talla, consiguieron, al cabo, que la autoestima nacional se alzase por encima de las dificultades.

Es de esperar que Josep Lluís Carod-Rovira (que va a invertir medio millón de euros en que la población de Mozambique disfrute del fornicio debidamente acondonada) aprenda la lección de los errores del pasado y calibre con tino las dimensiones de sus actos. Evidentemente, en el oasis de Montilla los cuentos son perversos, pero no tan achinados. Cuidadín, no obstante. Incluso en un contexto de laicismo a ultranza, en cuanto se te marcha el santo al cielo, Belcebú -¡qué obsesión!- mata moscas... con el rabo. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid (aunque lo desconozcan los escolares catalanes) y que de Barcelona a Barceló ni siquiera hay un palmo, Carod debería emular a Moratinos y echarle arte a raudales. Más vale que sobre y no que falte.

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