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La verdad sobre el infierno vasco

El filme «El infierno vasco» se estrenó ayer. Su director, Iñaki Arteta, ofrece aquí su testimonio sobre el día a día de las personas que viven bajo la amenaza del terror en el País Vasco

Uno de los miles de tópicos que con frecuencia se han dicho en este país es el de que «con la violencia no se consigue nada». Error. Debería estar claro a estas alturas que la violencia es el mejor método para conseguir objetivos, infinitamente más eficaz, más rápido, que la persuasión, por ejemplo.

Esta sociedad vasca en la que vivo ha experimentado muy a fondo el sometimiento a que conduce el miedo y conoce sus resultados. Otra cosa es que reconozca que los conoce. Se ha extendido la cultura de que presionando, creando miedo, se pueden conseguir las cosas y se consiguen. De que no es necesario argumentar para justificar ciertas cuestiones, esas que son sagradas para unos pocos. Porque tiene que quedar bien claro que existe un grupo de esta sociedad que es el que tiene derechos sobre todo.

La forma en que la «guerrilla» de ETA lleva a cabo su lucha ya tenía que ser suficientemente reveladora del tipo de sociedad que esperan instaurar, la selección de los medios es ya la de los fines. El poder nacionalista es un testigo complacido de cómo van las cosas, persiste en el poder. «ETA, márchate», dice una dirigente nacionalista, cuando habría que decir «no tengas ninguna esperanza».

España soporta que en el norte exista una sociedad moderna que ha marginado, ha desechado, ha abandonado a una parte de la población. A los vascos les cuesta reconocer que viven en una sociedad muy diferente a la que se van a veranear. Se come muy bien, no hace mucho frío, de acuerdo, pero uno no puede evitar, un descuido lo tiene cualquiera, observar vidas en peligro, actuaciones sectarias, purgas ideológicas a su alrededor.

La inversión de valores que ha calado en esta sociedad y que para muchos iguala un accidente de tráfico (de un familiar de un preso de ETA) con un asesinato (de un considerado enemigo), que minimiza o ignora los efectos del terrorismo, que ha desarrollado un alto grado de impiedad hacia las víctimas (del terrorismo), que tolera con naturalidad el aislamiento de los discrepantes, ha puesto a estos «diferentes» en la tesitura de elegir entre colocarse voluntariamente una diana en el pecho, pasar a engrosar la amplia lista de silenciosos o dejar su tierra.

Las lágrimas, el dolor y la rabia

Después de hablar con los protagonistas involuntarios de mi película, los que decidieron irse del País Vasco para vivir con tristeza, pero mejor, casi siento su relato como mío, revivo en primera persona el momento de recibir una carta amenazadora, vivo el insomnio causado por preocupación, noto las lágrimas de la pareja asustada, lágrimas de miedo, impotencia, dolor y rabia. Pienso que si no hubiera conocido en persona las historias que me han contado serían para mí como el relato en un libro. Algo ajeno, lejano. Algo que he conocido por un momento e inmediatamente se presta al olvido. Porque realmente hay algo de increíble en todo esto. Yo mismo pienso a veces que no puede ser que haya tan cerca de mí gentes queriendo humillar o hacer daño a conciudadanos suyos.

Pero desgraciados los disidentes si no disponen de influencia en la política real, pobres, si no son capaces de defenderse a sí mismos. Pues se convertirán en elementos sobrantes, en grupos desechados, predestinados al limbo, a la oscuridad, al silencio. Como mucho dependerán de esa nueva forma de arbitrariedad: la del corazón. Esa solidaridad que va y viene, pero no se queda lo suficiente. Esa solidaridad que se manifiesta espléndidamente cuando lo más grave ocurre. En el funeral. Pero sólo hasta unos días después.

Sabemos que hay momentos en que las víctimas, los perseguidos se convierten en objeto de una compasión más o menos real, más o menos sobreactuada. Son en ese momento televisivos o radiofónicos pero ello suele evitar otras aproximaciones más políticas.

Mientras sigan siendo unos desgraciados, se los compadece, a la que se rebelan o protestan, se los teme, se los odia.

Tras cada caso particular se oculta algo patético que hay que encontrar. Se trata de la vida, el transcurso de la vida atravesada por algo externo, extraño, agresivo. Fanatismo.

¿Toca hablar de estos temas? A mí me parece que sí y por mucho tiempo.

La amenaza que se cierne sobre el futuro en la comunidad vasca no es la permanencia de la violencia de corte político sino el abandono y el desestimiento. Ese tránsito suave e indoloro al silencio: tierra de camaleones, avestruces, conejos...

Una causa no es forzosamente justa porque haya hombres que mueran o maten por ella: el fascismo fue una causa, el comunismo y el islamismo también. Se acabaron pues esos pueblos arcángeles, esos individuos intocables que prohíben a los demás que se les juzgue y contemplan a los demás con mirada reprobadora, soberbia, considerando que debido a los ultrajes que supuestamente padecieron se les debe todo.

Probablemente sólo hay un medio de progresar, profundizando incansablemente en los grandes valores de la democracia, de la razón, de la educación, de la responsabilidad, de la prudencia. Reforzando la capacidad del ciudadano de no doblegarse ante el miedo o los hechos consumados, para que no sucumba ante el fatalismo.

Un asunto este que no requiere ni desesperación ni beatitud, sino la actuación en todos los frentes posibles sin creer nunca que se detenta la solución mágica.

El peligro

A menudo se me pregunta por si siento miedo al dedicarme a denunciar a través de mis películas la situación que se vive en el País Vasco. Es una pregunta para el que me lo pregunta: ¿por qué sospecha usted que alguien que hace películas se sitúa en una posición peligrosa? Sabemos la respuesta.

Quizás sería necesario comprender que en determinadas circunstancias la libertad es más importante que la felicidad y que, como la democracia, la libertad nunca es más valiosa que cuando está amenazada.

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