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Obama: De predicar a dar trigo

SÍ. Es una victoria histórica. No tanto por la magnitud del triunfo en el colegio electoral, donde en el último medio siglo supera a Bush hijo, a Carter y a Kennedy, pero queda por detrás de Clinton, y muy por detrás de Bush padre, Reagan, Johnson y el segundo Nixon. Ni por la magnitud del voto popular en el que ha superado a Bush hijo como el presidente más votado de la historia de la gran república norteamericana en más de dos millones de votos, pero con una participación que ciertamente no fue tan histórica por cuanto votaron casi dos millones de norteamericanos menos -a falta de completar el recuento. Es una victoria histórica porque ha hecho trizas tantos tópicos estúpidos sobre el país que con Bush o con Obama era y seguirá siendo la gran potencia mundial. La que algún ministro francés resentido llamó la hiperpotencia. Vivimos días en que todos claman por recuperar la multilateralidad. Pero cuesta creer que, más allá de algún pequeño gesto para la galería, ésa sea la verdadera intención de Obama. Y quienes piden esa reforma estructural del sistema de regir nuestro mundo son los mismos que cuando el presidente del Gobierno español acude cual plañidera rogando que le ayuden a asistir a la cumbre de la que nunca se debió excluir a España, le responden que en eso decide el anfitrión, el presidente de los Estados Unidos. Y que el que convoca -y a cuyo silbato acude el planeta, raudo- es el denostado Bush, al que el genial ministro Miguel Sebastián atribuyó «trece días más», «que pasan rápido», sin contar con los otros 74 que le quedan desde hoy, incluyendo el 15 de noviembre. Días en que un presidente norteamericano, por mucho que sea caricaturizado como «pato cojo», es más libre que nunca para hacer lo que estime oportuno sin rendir cuentas mas que «ante Dios y ante la Historia». ¿Se acuerda alguien ya del oscuro Marc Rich perdonado por Bill Clinton horas antes de abandonar la Casa Blanca como muestra de gratitud debida?

Es una victoria histórica porque al fin los sempiternos despellejadores de la gran república norteamericana han tenido que callar ante el hecho abrumador de que un ciudadano mestizo ha sido elegido en una campaña en la que simplemente no ha habido ningún signo de racismo mínimamente significativo. Una campaña en la que el color de la piel ha sido mucho más un asunto a debate fuera de Estados Unidos que dentro de sus fronteras. Una votación en la que se podrá decir que el senador Obama perdió -según la mayoría de las encuestas- entre el electorado blanco, pero habrá que añadir que eso mismo le ha ocurrido a casi todos los candidatos demócratas en tiempos modernos.

Con la victoria de Obama llega un arrollador resurgir del Partido Demócrata. Por primera vez desde la década de 1960 el ala izquierda de su partido tiene un amplio dominio, aunque tendrá que contenerse por la debilidad económica y el déficit presupuestario. Habrá que frenar los programas del Gobierno que impliquen un gran gasto, aunque todo buen intervencionista encuentra siempre excepciones cuando se trata de programas denominados como «de creación de empleo». Pero el programa de Obama está trufado de ideas ideológicamente muy definidas y de nulo coste económico: la «Doctrina de la Imparcialidad» cuyo objetivo es acallar programas de radio conservadores cuyos conductores parecen Hijas de María si los comparamos con lo que se oye en otros países; el «chequeo electoral», destinado a finiquitar el secreto en la votación de las elecciones sindicales; la renovación de los jueces del Tribunal Supremo; el diálogo y la negociación con el régimen de Irán... todos esas y muchas otras, en la misma línea, son iniciativas que no implican gastar un solo dólar. Y en tiempos de sequía presupuestaria son las primeras que se toman para hacerse notar.

No es ésta la primera vez que es elegido un presidente demócrata con mayorías cómodas en el Congreso. Fue el caso de Carter en 1976 y de Clinton en 1992. Pero el mapa electoral norteamericano es muy diferente hoy porque en tiempos de los dos predecesores demócratas de Obama, los congresistas de su partido contaban con numerosos conservadores en sus filas y muchos de ellos presidían los comités congresuales. De aquellos, nada queda. Los demócratas están hoy casi unánimemente cohesionados en torno a principios socialdemócratas. Y al que se atreve a discrepar, la presidente de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, le da palmetazo en la yema de los dedos y la pone contra la pared, como si tuviera la autoridad y fuerza del chief whip conservador en la Cámara de los Comunes británica.

Ésta ha sido una campaña electoral en la que el tema central iba a ser la Guerra de Irak y ya casi nadie se acuerda de la última vez que Obama y McCain discutieron sobre ese conflicto. Algunos -malpensados y sin duda equivocados- creemos que Obama se ha dado cuenta de que Irak está cerca de la victoria y que se aproxima la hora de anotarse el triunfo y colgarse la medalla. Él va a ser el presidente a quien le corresponda hacerlo mientras preside la retirada de sus tropas con la misión cumplida. Pero también es cierto que sus compañeros de filas más izquierdistas querrán ver la promesa de la retirada cumplida sin ninguna demora. Cuando Carter llegó a la Presidencia, sus congresistas demócratas conservadores le frenaron e impidieron llevar a cabo su promesa electoral de retirar las tropas norteamericanas de Corea del Sur. Hoy, repito, no hay congresistas demócratas conservadores.

Barack Obama ha ganado una elección en la que ha hecho una campaña electoral casi perfecta. Evitó los asuntos sociales que podían serle más incómodos: matrimonio homosexual -que él apoya y ha sido rechazado en los tres referendos celebrados el 4 de noviembre- aborto tardío y limitación del uso armas -ambos asuntos que dividen irreconciliablemente a la sociedad norteamericana. Se ha discutido mucho sobre la religiosidad supuestamente extremista de Sarah Palin, pero nadie se ha atrevido a plantear de frente a Obama la hondura de sus propias convicciones.

Una de las grandes paradojas del sistema norteamericano es que lo que ha acabado con la candidatura de McCain ha sido la crisis económica. Días antes de que ésta se hiciese evidente con la quiebra de Lehman Brothers, los republicanos encabezaban las encuestas con tres, cuatro o cinco puntos de ventaja según el sondeo. En cuestión de días McCain se situó entre cuatro y siete puntos por detrás. El que en Washington la capacidad legislativa para hacer frente a la crisis esté en manos de los demócratas desde hace dos años era un detalle insignificante. La culpa era del partido de Bush.

Quizá por eso los demócratas corran hoy el peligro de caer en el mismo error que las anteriores veces en que han afrontado mayorías como la que van a tener ahora. En 1964 con Johnson, en 1976 con Carter y en 1992 con Clinton se excedieron en su reacción a la cómoda mayoría y dos años más tarde fueron duramente castigados. No son pocos los republicanos que esperan que vuelvan a caer en la misma trampa. Y en su beneficio hay que decir que son muchos los miembros del nuevo Congreso que ya estaban en la mayoría de 1992, incluso en la de 1976 y que creen que al recién llegado Obama no le deben nada. Y bastantes de esos demócratas pueden llevarse alguna sorpresa.

El pasado lunes «The New York Times» tenía claro lo que se aproximaba. En un reportaje publicado en su portada y tras recordar que Obama y McCain se habían comprometido a cerrar Guantánamo, nos contaba con todo detalle que ahora, por fin «el estudio de los archivos públicos del Gobierno resalta los retos que conlleva cumplir con esa promesa. El próximo presidente tendrá que afrontar una escalofriante información de la inteligencia contra muchos de los detenidos que quedan.» Y detallaba por qué cerrar Guantánamo es extremadamente difícil. Es decir, lo que había que hacer de un día a otro con Bush, hay que cumplirlo cautelosamente con Obama.

Una cosa es predicar y otra es dar trigo.

RAMÓN PÉREZ-MAURA

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