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Obama, en prosa

HA creado tantas expectativas que el desengaño podría ser clamoroso si las defrauda. Ha generado tanta esperanza que se ha puesto el listón muy alto a sí mismo. Se ha fijado un objetivo tan ambicioso -«cambiaremos el mundo»- que corre el riesgo de resultar mesiánico. Ha puesto tanta determinación y tanta fe en su liderazgo -«yes, we can»- que lo ha convertido en un desafío prometeico. Ha cosechado un éxito tan histórico -el adjetivo más repetido estos días- que compromete la propia dimensión de su aventura.

El arrollador Obama candidato acabó su misión ayer, envuelto en la dulce euforia perfumada del triunfo. El tipo seductor, carismático, brillante, regeneracionista; el elitista kennedyano, un punto iluminado, arrebatadoramente persuasivo, cuya campaña ha sido una obra maestra que dejará huella de imitación en la estrategia política. Desde fuera es difícil apreciar la verdadera escala del salto cualitativo que supone un presidente negro en un país que hace sólo tres generaciones proclamó con la solemnidad de una declaración del Congreso que los negros no eran personas. En ese sentido, se trata de una nueva frontera, de un cambio demoledor y crucial. Pero todo eso ya forma parte de la Historia. Ahora le toca comparecer, en medio de un vértigo trepidante e impetuoso, al Obama gobernante, enfrentado a la necesidad imperativa de responder a toda la ilusión que ha suscitado.

Cuando deje de levitar y aterrice en el suelo no le va servir de mucho la retórica. El discurso vibrante que ha movilizado a las masas ha de transformarse en una acción de gobierno capaz de hallar el modo de enfrentarse a una crisis económica gigantesca, a una confianza social devastada y a dos guerras empantanadas, más lo que haya de venir. Esa praxis no se puede sostener en la ambigüedad de las bellas palabras y los altos conceptos; es la hora de las soluciones. Obama ha prometido a su nación un orden más justo y a las demás un mundo más equilibrado. Y lo ha hecho con tanta convicción que no le quedan caminos intermedios.

En cuanto se disipe la humareda de la victoria tendrá que enfrentarse al venenoso diagnóstico de Hillary Clinton: se gobierna en prosa, no en verso. La prosa de Washington es enrevesada, sinuosa y torticera, y está escrita en los renglones borrosos de los lobbies, los subterfugios y los intereses confusos de la alta política. Es la prosa del poder, implacable, absorbente, pétrea, desalmada.

Ese pragmatismo prosaico ya ha limado parte de las aristas del inicial radicalismo del candidato y ha recortado su vaporoso programa. Es probable que la Presidencia lo embride más aún, adaptándolo a la cautela de las responsabilidades. Obama carece, sin duda, de experiencia, pero posee un intangible que es la clave esencial de su éxito: una portentosa capacidad de liderazgo que le permite generar a su alrededor una aureola de seguridad y convicción. La va a necesitar para afrontar la reconstrucción de un clima político y económico desastroso y trocar su espumoso elitismo por un reformismo razonable. Cambiar el mundo no es empresa que parezca a su alcance; ya bastaría con que el mundo no lo cambie a él demasiado.

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