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Paradojas de una gran democracia

ESTOS días y ante la certeza de las encuestas de que el candidato demócrata, Barack Obama, será elegido hoy presidente de Estados Unidos, se nos ha recordado múltiples veces la fotografía del presidente Truman exhibiendo con delectación la portada del «Chicago Tribune» en la que se anunciaba que el presidente había sido derrotado por el republicano Thomas E. Dewey. En verdad, Harry Truman venció y gobernó otros cuatro años. Mas es posible que esa fotografía no sea tan pertinente hoy por el error en la predicción, sino por otra característica del segundo mandato de Truman. Como George W. Bush en 2004, Harry Truman fue reelegido en 1948 contra todos los sondeos y estudios de opinión pública. Cuatro años después abandonó la Presidencia con un altísimo índice de rechazo público, tanto que no se atrevió a presentarse a un nuevo mandato, a pesar de que hubiera podido hacerlo, y hoy es generalmente reconocido como uno de los más relevantes presidentes norteamericanos del siglo XX por haber sabido tomar las muy impopulares medidas que las circunstancias exigían, a pesar de que ello pudiera tener costes ante la opinión pública. No es nada improbable que la despedida del presidente Bush sea el anticipo de una post-presidencia en la que las responsabilidades y retos que deba afrontar el nuevo presidente demuestren que fue un político que supo asumir los retos que tenía ante él y que nunca enterró la cabeza como un avestruz. Pudo haber acertado mucho más en algunas políticas y debió darse cuenta de que las políticas monetarias de Alan Greenspan -a quien heredó de Bill Clinton, y éste de George Bush padre- llevaban al borde del precipicio, pero no está de menos imaginar ahora qué hubiesen dicho de este presidente Bush los corifeos del «apocalipsis de Bush» si éste se hubiese atrevido a contradecir al intocable Greenspan hace cuatro años, pongamos por caso.

Como cada cuatro u ocho años, Estados Unidos echa a andar hoy por una nueva senda. Dos son los retos más aparentes: la reforma del sistema financiero mundial y las guerras de Irak y Afganistán. Sobre la primera materia cabrá convenir que, a pesar de las muchas piedras que se tiran en estos días contra el tejado de la Casa Blanca, resultan casi sonrojantes las formas -que no las razones- con que algunos han buscado un asiento en la mesa que presidirá el presidente Bush y a la que el nuevo presidente -Barack Obama, John McCain- sólo asistirá como invitado sin voz ni voto. Como ocurriera en 1932, estamos ante el reto de redistribuir con mayores impuestos -que prolongaron durante años la recesión- y que es lo que propugna el favorito Obama o, por el contrario, promover la iniciativa privada con rebajas fiscales, como defiende el senador McCain.

Y, después, está la cuestión de Irak y Afganistán. El hecho de que esté después ya lo dice casi todo. Esta campaña empezó con las trompetas del apocalipsis anunciando la derrota en Irak. Y ahora una victoria de Obama nos llevaría a verle apuntándose, con toda probabilidad, la medalla del triunfo en Irak. Son las paradojas de una gran democracia como la norteamericana. Queda el gran reto de Afganistán, el Estado fallido. Y ahí pueden estar preparados los aliados norteamericanos en Europa. En su día salieron aceleradamente de Irak, creyendo que ésa era una misión más difícil que Afganistán. Ahora vamos a tener que confrontar nuestras tropas con un reto mayor en un Estado con mucho más riesgo de descomponerse y con un nuevo inquilino en la Casa Blanca que, cuando menos, tendrá una legitimidad nueva y completamente distinta de la del presidente Bush. Y con mucha probabilidad la tendrá por declarada oposición a él si las encuestas se confirman y esta noche es elegido presidente Barack Obama. A ver quién se niega a enviar tropas a combatir, que no a parapetarse en una guarnición.

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