El final de la era Bush
George W. Bush lleva toda la campaña electoral escondido. No se deja ver en los mítines y el aspirante republicano a sucederle, John McCain, a veces le ataca casi tanto como a Barack Obama. Se comprende porque ya no se sabe quién es el peor enemigo de McCain, si su rival demócrata directo o su predecesor en el cargo, que deja un legado de frustración, amargura y oprobio a juicio de muchos. Aunque a juicio de unos pocos, los más atentos e informados, el legado más importante que Bush deja es un poder enorme. Su sucesor puede mandar mucho.
Dicen los expertos que es pronto para hacer el balance de una presidencia que empezó con augurios muy grises y ha acabado como el rosario de la aurora. George Bush hijo parecía el comandante en jefe destinado a pasar página de la Guerra del Golfo de su padre y también en parte de Bill Clinton, y a centrarse en cuestiones más domésticas. Se suponía que le tocaba administrar la adaptación política y militar a la post-guerra fría, redimensionando el ejército para adaptarlo a retos mucho más locales y sencillos.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 fulminaron todos estos presagios y determinaron una presidencia muy distinta, que se lanza de cabeza a la aventura militar de Irak y entra en el frágil caleidoscopio multilateral como un elefante en una cacharrería. A los muchos americanos que se declaran hartos de Bush no les gusta nada que les recuerden que ciertos desastres no los puede llevar a término un hombre solo, aunque ese hombre sea el presidente. Si Bush hizo la guerra en Irak la hizo con el apoyo de muchos que ahora reniegan de ella, pero que entonces votaron a favor en el Congreso o la defendieron en patrióticos editoriales de periódicos.
Amante del libre mercado
Otro tanto, con matices, podría decirse de la salvaje crisis económica. Ciertamente Bush no es amante del control del mercado. Pero esto no se lo inventó él. Viene de lejos y no se modificó con la presidencia de Bill Clinton, que heredó a Alan Greenspan como presidente de la Reserva Federal, que lo mantuvo, y que mereció muchos más elogios que el mismo Bush de Greenspan cuando este se retiró a escribir sus memorias, hace sólo un año.
El caso es que tener los índices de valoración más bajos de la historia -peores que los de Nixon- ha dotado a Bush de un extraño privilegio: hacer lo que le da la gana. Sin preocuparse de si eso le da o le quita ni simpatías a él, ni votos a McCain. Consciente de que no pasará a la Historia como un magno estadista internacional, frustrados sus intentos de emular a los antiguos grandes pacificadores de Palestina, cuestionada su ejecutoria en Irak -donde todos los errores son suyos y todos los aciertos del general Petraeus-, ridiculizada su política antiterrorista, Guantánamo una vergüenza nacional, por los suelos la credibilidad económica, el aún presidente se ha dejado de visibilidades y se ha metido en la cocina.
En los últimos meses la Administración Bush se ha dedicado a engrasar sigilosa pero implacablemente la maquinaria del Pentágono y de los servicios de inteligencia. El reciente raid en Siria evidencia la adopción de un nuevo paradigma en «legítima defensa», una variante de la guerra preventiva que permite defenderse de manera mucho más puntual y vertiginosa, más al estilo israelí que al tradicional americano.
Tupida celosía legal
Lo mismo en economía. Mientras el dramático plan de rescate ha convertido al gobierno americano, quizás muy a su pesar, en el primer banquero, prestador y hasta arrendador del país, los fontaneros de Bush trabajan a destajo aprobando leyes y reglamentos que lo desregulan casi todo, desde la pesca en Alaska hasta la capacidad de contaminar de las compañías energéticas. La idea es urdir una celosía legal tan tupida que si el próximo presidente la quiere derogar le lleve meses. Incluso si es demócrata y los demócratas controlan las dos cámaras legislativas.
De suceder esto, el heredero de Bush se encontraría entre sus manos con un poder inaudito: el de la mayoría política y el de los ajustes realizados por el aún presidente para que la Casa Blanca sea una máquina de mandar.
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