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Diario de un caníbal

«De alguna manera familiar/ en el sueño en casa/ un cadáver viejo y gordo./ Matanza debajo del árbol de Navidad./ La luna pálida se refracta en la luz de la sierra./ Mira al péndulo./ Son las cuatro y pico,/ y Freddy Kruger está conmigo./ Conversamos sobre temas serios,/ con vino negro del cuerpo muerto (...)».

Aspira a vivir como un salvaje. Vaga por los campos sin otra compañía que su can, con una larga vara y dos afiladas navajas. Duerme al raso. Se baña y bebe en los arroyos. Come lo que encuentra: saltamontes vivos que unta en mayonesa, conejos y liebres atropellados de las cunetas. «He partido la liebre en trozos, he pasado una hora quitando la carne y los cartílagos de los huesos tan delgados. Y en un momento, cuando yo, el idiota, no había prestado atención, vino Chucky (su perro) y ya tenía el espinazo en el hocico».

Todo lo comparte con el animal. «De todo corazón deseo vivir lejos de los hombres, con Chucky en la naturaleza, en libertad. La esperanza está muy, muy lejos. Estoy triste y desanimado». Porta una mochila grande y negra en la que, además del cuaderno, lleva un carné de conducir alemán, un llavero con Cristo crucificado sobre fondo rojo, un reloj Casio de plástico, dos navajas con la hoja hoy manchada de sangre y una fiambrera con tres grandes trozos de carne. Tres solomillos humanos.

Es 15 de febrero del año 2006. Ha matado a un hombre. Lo ha sorprendido en una finca de Férez (Albacete), conocida como El Tío Murciano. Lo ha tumbado en un huerto de almendros. Lo ha cazado mientras estaba trabajando, ajeno a la muerte que, tan cercana, planeaba sobre él. Le ha asestado tantos navajazos que sólo el forense, horas después, podrá enumerarlos con cierto rigor: «Dieciocho en el plano anterior del tórax, tres en la zona posterior inferior del tronco, tres en el plano posterior del tórax, una en el brazo izquierdo y otra en el cráneo, ésta última con tal fuerza que se fracturó la navaja y quedó clavada la punta en la zona calota craneal».

El ataque ha sido tan salvaje e implacable que el tribunal dejará constancia en su sentencia, casi dos años después, de que infirió «un sufrimiento inhumano» a su víctima, a José Suárez Palacios, vecino de Socovos, de 66 años. Después ha arrastrado el cuerpo hasta un almacén cercano y allí, en la penumbra, ha empuñado una sierra de arco, de las de cortar gruesos troncos, y lo ha desmembrado. La escena es tan brutal que ni siquiera el lenguaje frío y funcionarial que utiliza el secretario del Juzgado de Instrucción número 1 de Hellín, al redactar la diligencia de levantamiento de cadáver, puede enmascarar el horror que encierra.

«Desde la puerta de entrada se observa una gran mancha de sangre», recoge el citado documento, incluido en el sumario sobre el crimen. «Podemos ver también parte de un tórax separado del resto del cuerpo, intestinos sueltos, las dos piernas cortadas y separadas, el brazo derecho también seccionado debajo de una bolsa de plástico. La otra parte del tórax está dentro de una bolsa de basura negra, junto a un trozo de oreja».

Una sierra metálica

«Cerca del cadáver -prosigue el secretario judicial- se encuentra una sierra metálica con mango azul, manchada de sangre y otros restos. No se encuentra el brazo izquierdo ni la cabeza del cadáver».

El misterio se resuelve pronto. Durante la práctica de esa diligencia, un guardia civil informa a su señoría de que en el Cortijo El Cerezo se ha encontrado abandonada la furgoneta Ford Courier de la víctima. Abandonada, probablemente por el asesino. La comisión judicial se desplaza al lugar.

«Personados en el cortijo se observa la citada furgoneta, con la rueda trasera derecha atrapada entre dos piedras. En el maletero del vehículo se encuentra una bolsa de basura negra, la cual contiene una cabeza de hombre, ensangrentada, a la cual le falta la oreja derecha. En una bolsa del mismo tipo hallamos el brazo izquierdo ensangrentado. También encontramos en el maletero un serrucho metálico, con mango de madera, con sangre y restos».

Horas después hallarán la mochila y, en ella, la fiambrera con los tres filetes de carne humana. El asesino, el descuartizador, el aparente caníbal, está tendido en el suelo, boca abajo, en un huerto de almendros. Tiene los brazos a la espalda, inmovilizados por unas esposas, y la boca de una pistola apuntando a su cabeza. Un policía local de Férez ha logrado poner fin a su truculenta correría.

No ha sido fácil atraparlo. De hecho, se ha tenido que jugar el tipo. Ya había intuido que sería así cuando su vecino Avelino García le ha telefoneado y, entre jadeos, mientras corría para salvar su vida, le ha explicado que un extranjero «con mala pinta y aspecto de vagabundo» acababa de atacarle y herirle con una navaja en la finca El Cerezo, a la que había acudido esa misma y sangrienta mañana del 15 de febrero a echarle de comer a las cabras y a los caballos.

«¡Corre! ¡Ponte a salvo, que enseguida subo!», le había gritado antes de saltar al coche patrulla y encaminarse a toda velocidad hacia ese paraje. Llegó todavía a tiempo de observar cómo Avelino desplegaba sus apresuradas zancadas por el camino, seguido muy de cerca por un todoterreno al volante del cual iba un joven sucio, flaco y de mirada enloquecida. Avelino luchaba por su vida y si logró salvarla fue lanzándose de cabeza a la cuneta.

El agente inició entonces una larga persecución que sólo acabó cuando el chico se comió una curva y fue a empotrarse con el Land Rover contra un almendro. Allí, sobre los terrones, le puso las esposas. Sólo comenzó a ser consciente de que había hecho el servicio de su vida cuando, unos minutos después, el amigo Avelino, todavía temblando, le llamó para decirle que en la finca en la que había estado a punto de morir había una Ford Courier, AB-8218-M, abandonada. Los datos del vehículo llevaron al policía a identificar al propietario, le llevaron hasta sus familiares y acabaron llevándolo hasta la Finca del Tío Murciano, en la que le esperaba el cadáver descuartizado de un hombre. El cuerpo desmembrado de José Juárez Palacios.

«Derribé la puerta del almacén a patadas y observé que había en el suelo restos de ropa, un charco de sangre y como restos de un cuerpo humano desnudo», declaró horas después ante la Guardia Civil. «La mujer y los familiares del señor Juárez, al ver que tiraba al suelo la puerta del garaje y entraba en el mismo -continuó su relato-, comenzaron a gritar y a ponerse histéricos». Intuyendo ya que lo que el policía local acababa de encontrar no iba a ser bueno.

«Váyanse de aquí. Márchense a casa», les rogó el agente. No hacían falta más palabras. Bastaba con verle el rostro. No habló él; habló el ADN. Se negó a declarar. Se negó a que le extrajesen sangre, a entregar su saliva. Hubo que tomarle las muestras con orden judicial. Se negó incluso a ofrecer su verdadera filiación y aseguró llamarse Andrew Martin, nacido en Plymouth (Inglaterra).

Sus huellas dactilares y su ADN desvelaron su identidad: Stefan Atzler, de 25 años, nacido en Donauworth (Alemania). Le señalaron como el autor de la muerte y descuartizamiento de José Juárez. Y aún habrían de deparar dos grandes sorpresas: le vincularon con el intento de asesinato de un indigente de 44 años, acuchillado el 19 de septiembre de 2005 en Amberg (Alemania); y le señalaron además como presunto autor del asesinato de un agricultor de Jumilla, Timoteo Navarro, de 62 años, cuyo cuerpo cosido a navajazos fue hallado el 14 de enero de 2006 en el paraje de los Alberciales.

Durante semanas, la Guardia Civil había errado, a ciegas, en pos de una pista que le ayudase a resolver este crimen. Había barajado las hipótesis del robo, de la venganza por asuntos de tierras, de antiguas rencillas, incluso de faldas... Nada de eso existía. Sólo la acción irracional y bárbara de un joven alemán que había optado por vivir como un salvaje. Ya sólo permanece cubierta de misterio la razón por la cual no lo descuartizó y lo convirtió en filetes. Quizás se creyó sorprendido y eso le hizo huir.

Apenas una semana antes del crimen había escrito en su diario: «Seguimos hasta Yecla. El paisaje me parece diabólico y como una pesadilla (...) Es hora de que nos vayamos de aquí a otro sitio». Hasta ahí llega su relato. Luego se topó con Timoteo y, días más tarde, con Jesús. Ninguno de ellos sobrevivió al encuentro. Hoy, condenado a 24 años por el crimen de Férez, aguarda entre rejas el momento de ser juzgado por el asesinato de Jumilla. «¿Qué es mejor? ¿Vivir en una prisión con la visión de la libertad o vivir en libertad con la ilusión de una prisión? Al fin y al cabo, todo es ilusión. La verdad de cada uno está dormida en el propio corazón», había dejado escrito.

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