Balada de Luna y Ariadna Gil
Hay un deseo explícito de Agustín Díaz Yanes por anudar esta película a la primera que dirigió, «Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto». Y con tres nudos: Victoria Abril interpreta al mismo personaje, Gloria Duque; la historia es un thriller violento, a tumba abierta, ... y mantiene en esta película el exótico eje argumental entre México y Madrid. Aunque también hay una intención evidente del director para que asomen otros nudos y otras referencias, como «Grupo salvaje» (Peckinpah) o «Pretty woman» (Garry Marshall), en una clara confesión de intenciones de que su película rezume acción y espíritu romántico y novelero.
La idea es ya romántica y novelera de origen: una banda de atracadoras. Aunque el guión deshace esa idea de arrancada: una fracasada banda de atracadoras. La trama empieza desdoblada, con dos hilos, cuya misión será, lógicamente, enredarse, incluso la película nos los irá mostrando en acciones paralelas a ritmo de platillos de percusión... Mujeres sin suerte caen en la órbita de mafiosos mexicanos...
De esos dos hilos, el más tirante es el mexicano que tira al tapete dos personajes de escalofrío, los que interpretan Diego Luna y José María Yazpik, que también podrían ser considerados como un timbal relleno de otros muchos salidos del cine de Tarantino, Scorsese o Melville, charlatanes y lacónicos, psicópatas asesinos y poéticos enamorados.
Como es tradición en este cruce violento de géneros -el thriller afilado y el melodrama romántico-, los caprichos de guión son licencias, y más aún en este caso, que coincidirían los deseos del guionista con las necesidades del director (ambos, Agustín Díaz Yanes): varias inexplicables anécdotas y piruetas, como una boda absurda, acabarán con los dos hilos narrativos en México, un lugar idóneo para que vuelen todas las piezas del puzzle.
Hubiera podido quedársele a Díaz Yanes su película en una de mucha acción, de intrigas medidas y rítmicas, de personajes fuertes, peligrosos y hasta por momentos divertidos..., y poco más. Pero hay dos detalles que engrandecen «Sólo quiero caminar», que la subliman, que la llevan a otro terreno y la convierten en otra película, también de mucha acción y de intriga medida, pero de mucho más vuelo cinematográfico. No son, en realidad, dos detalles, sino dos personajes: los que interpretan Diego Luna y Ariadna Gil.
Cada uno de ellos tiene una película dentro. Diego Luna, un ejecutor, un tipo sin gesto y sin corazón que, curiosamente, está colgado de su madre muerta, asesinada por su padre, al que ha jurado matar en cuanto salga de la cárcel. Ariadna Gil, igualmente ejecutor, protectora de su hermana (Elena Anaya, el detonante del material explosivo: la venganza), profundamente femenina y tremendamente «macha»... Ambos personajes se buscan con ahínco durante media película, y en ese buscarse, pero, sobre todo, en ese encontrarse, está la zona sublime, elevada, de «Sólo quiero caminar», lo que la convierte en excepcional. En sólo tres o cuatro momentos, alguno tan pasajero como un leve olisquearse entre el bullicio de un tren, consiguen materializar una de esas pasiones brutales que presagian fatalidad y sangre. En una película tan física como ésta, la aparición de la química le cambia el paso de modo abrupto.
Y esta vistosa alfombra de cine fuerte, engallado, pero camufladamente femenino, lleva atada en su parte oculta, entre el lío de madejas e hilos, una advertencia para maltratadores (como «Sin perdón»): hasta el mayor «hijo de la chingada» tiene o tuvo una madre, y la venera. Lo femenino viene seguido por lo taurino, dos aspectos que siempre asoman en el cine de Agustín Díaz Yanes con la terquedad de una mancha, y además, se las arregla para que le den a la historia un brochazo de ética... Y, en fin, otros protagonistas son la música de Paco de Lucía, lo kitsch, la invisibilidad de la evidente cocaína y, por supuesto, Pilar López de Ayala.
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