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Y a Obama, además, le salen canas

BARACK Obama y David Petraeus, frente a frente. El verano pasado en Bagdad. Dos de los personajes con mayor capacidad de sugestión sobre grandes sectores no necesariamente opuestos de la sociedad americana se sentaban a una mesa inundada de mapas. A un lado, el protagonista del fenómeno de masas más atrayente de la historia reciente de Estados Unidos; en el otro, el general experto en contrainsurgencia capaz de dar la vuelta a la guerra en Irak con un aumento de tropas que fue considerado como una «provocación» por el creciente número de americanos partidarios de una retirada casi inmediata, entre ellos el propio Obama. El político aún no había sido designado oficialmente candidato de su partido, pero venía de doblar el correoso brazo de los Clinton en las primarias; el militar acaba de ser ascendido a comandante militar de Estados Unidos para todo Oriente Medio, incluido Afganistán. Dos púgiles engallados.

Tras una minuciosa exposición, el general formuló una «vigorosa» petición al candidato, que defendía entonces un calendario de 16 meses para retirar las tropas de Irak, para que se actuara con «el máximo de flexibilidad». Ante tal apremio, Obama, cuentan los cronistas, podía haber hecho dos cosas: tomar la recomendación de Petraeus a beneficio de inventario y despedirse cortésmente; o decir lo que pensaba de verdad. Optó por lo segundo: «General, si yo estuviera en sus zapatos, habría realizado la misma observación. Su trabajo es tener éxito en Irak en los términos más favorables que pueda. El mío, como potencial comandante el jefe, es contemplar su consejo y sus intereses bajo el prisma de la seguridad nacional en su conjunto». Y le habló de Afganistán, del coste de la ocupación y de las tensiones en las fuerzas armadas. Con muy buenas palabras, en una entrevista que se desarrolló en términos cordiales, Obama dejó sentada una conclusión ante el militar victorioso: si gano, seré yo quien dé las órdenes.

El desarrollo de aquel encuentro, rememorado estos días por la prensa americana, ilustra las cualidades -firmeza en el carácter y sensatez en las decisiones- que han convertido al senador de Illinois, de fenómeno mediático arrebatador pero al que se atribuía escasa consistencia para gobernar el mundo real, en un candidato sólido que inspira una confianza superior a la que proyecta en estos momentos su oponente, que se ha extraviado en un desastroso fin de campaña.

La crisis económica arruinó a muchos; también gran parte del discurso de McCain. Pero, para quienes le han apoyado desde los medios, el candidato republicano cometió entonces un error fatal: en lugar de hacer valer su experiencia y su determinación, además de sus distancias respecto de Bush y la ultraderecha republicana, se lanzó a una campaña de insidias contra el adversario que le han enajenado gran parte del voto moderado. Según David Brooks, de The New York Times, John McCain, el maverick, el inconformista del campo republicano, podría haber cimentado su campaña en una tradición política que prosperó durante siglo y medio de la historia americana pero que languideció tras la Segunda Guerra Mundial como consecuencia de la polarización de la vida pública: la que él llama de los conservadores progresistas. Una doctrina con un pie en el conservadurismo liberal de Edmund Burke y otro en el optimismo histórico de Lincoln y los republicanos de la Guerra Civil, y que tuvo algunos de sus mejores exponentes en Hamilton y Roosevelt. Una tradición que casaba con las virtudes que ofrecía McCain: una dedicación indiscutida a la cosa pública y un tenaz impulso reformista. La elección de Sarah Palin, difuminada la pólvora de la pirotecnia inaugural, clausuró esa posibilidad y abrió una brecha insalvable en la claridad de juicio que se suponía al candidato.

La campaña electoral americana culmina, pues, con una sorprendente paradoja: el candidato inexperto y buenista le gana la batalla de la madurez política al héroe militar y avezado legislador. Hasta el cabello se le está volviendo gris al presidenciable Obama: imagen plástica de una fiabilidad que no supo transmitir durante gran parte de su campaña.

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