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John McCain

SI había un republicano capaz de ganar la presidencia tras el tornado Bush era John McCain. Un maverick, un original, un indócil, un hombre que iba a su aire y no respetaba la disciplina del partido cuando le parecía equivocada, tenía las credenciales necesarias para no cargar con la pesada herencia —dos guerras, la mayor crisis económica desde 1929— que va a dejar el actual presidente y ofrecer un escenario nuevo, que devolviese la solidez al país y la confianza a sus ciudadanos. Fue lo que le permitió imponerse a todos los demás aspirantes republicanos, más o menos contaminados por la Casa Blanca, y le permite aún hoy tener esperanzas de llegar a ella, aunque todos los indicios apuntan que para lograrlo necesitará un auténtico milagro.

De entrada, va detrás en todas las encuestas. Y va detrás porque John McCain diseñó su campaña contra Obama justo en sentido contrario al que había seguido durante toda su carrera política: en vez de presentarse como un rebelde, se presentó como un estricto seguidor de la ortodoxia de su partido; en vez de poner en duda la invasión de Irak, la defendió; en vez de apostar por la renovación, apostó por la continuidad. Y cuando empezó a distanciarse de Bush, era demasiado tarde, estaba identificado con él. Mientras su apuesta por la «experiencia» frente a un rival sin ella no ha funcionado, visto el mal resultado que últimamente han dado los expertos en éste y otros países. Tampoco su táctica de ataque constante a Obama ha surtido el efecto pretendido. Los norteamericanos no quieren oír de un candidato los defectos del contrario. Los conocen de sobra. Quieren oír sus planes para sacarles de Irak y resolver la crisis económica.

No quiere esto decir que McCain tenga ya perdidas las elecciones. Sigue siendo un «héroe de la guerra», aunque muchos no saben si fue la de Vietnam, la de Corea o la Mundial, sigue teniendo un buen récord como senador y sigue representando los valores tradicionales que una gran parte de sus compatriotas reverencian. Pero no sabemos si bastará para avalarle en un momento en que los norteamericanos quieren un cambio de rumbo, un replanteamiento de la política, ideas económicas frescas para hacer frente a los nuevos desafíos. Aparte de que, como a esos equipos que para ganar la liga no les basta ganar todos los partidos que les quedan, sino que, además, necesitan que sus rivales más directos pierdan alguno, McCain necesita que Obama «pinche», que sus aspectos negativos prevalezcan sobre los positivos, que las dudas sobre su política «socialista» crezcan, que los rumores sobre su «pasado musulmán» se consoliden, que, sobre todo, los prejuicios raciales se impongan a todo lo demás, incluido el deseo de cambio. No es la mejor forma de ganar unas elecciones, pero, para seguir con la metáfora futbolística, «lo importante es ganar, aunque sea en el último minuto, de penalti, mal pitado además».

La mala noticia para McCain es que eso ocurre sólo una vez cada cien.

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