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«Juntacadáveres»

TODO está en los libros, en efecto. Incluso el señor Garzón -que, pese a ser letrado, es hombre de pocas letras- posee un correlato literario y una ficha libresca. Cuando Onetti escribió «Juntacadáveres» no se podía imaginar que su novela acabaría siendo el «leit motiv» (o la contraseña, al menos) de un magistrado persuadido de que el Juicio Final es cosa suya mientras no baje Dios y comparezca en la Audiencia. Al inolvidable Larsen, el proxeneta melancólico que el maestro uruguayo se sacó del caletre, le llamaban así, «Juntacadáveres», porque aprovisionaba su burdel con restos del naufragio y desechos de tienta. A Baltasar Garzón -que es más chulo que un ocho, pero, ni por asomo, un proxeneta- el apodo de Larsen le viene, sin embargo, como anillo al dedo. Carne marchita, desarboladas osamentas. El escenario de las tramas no coincide. La tristeza es idéntica.

Puesto que nuestro sistema judicial es un ejemplo irrefutable de vivacidad y de presteza, su señoría mata los ratos muertos (o sea, los remata, no hace prisioneros) conjugando el pretérito, que siempre es imperfecto, en lugar del presente. Ni que decir tiene que reabrir fosas comunes y posar, en plan Hamlet, descifrando el enigma de las calaveras, es más entretenido que rellenar la primitiva o la carpetovetónica quiniela. Y ya pueden quejarse los ciudadanos del común de que se sienten indefensos. Ya pueden argüir que la Justicia -o lo que queda de ella- deja a la gente honrada a culo pajarero mientras se dan el piro los pájaros de cuenta. La obligación, sin embargo, obliga poco; la devoción es lo primero. Y España, al fin y al cabo, es un país devoto y acostumbrado al barroquismo de las huesas. Un vivero de mártires para dar y tomar, para el nene y la nena, de todos los colores y de todos los credos. ¡A cala y cata, oiga! Igual que los melones de Villaconejos.

Insistir, qué remedio, en que la memoria histórica -que ha servido de mecha y detonante al miserable gatuperio- es un oxímoron flagrante y un ejemplo acabado de «contradictio in terminis», equivale a predicar en el desierto. Prediquemos, empero, no sea que algún sordo vaya a abrirse de orejas. La historia, si pretende ser ciencia, exige disciplina y salvaguardas, objetividad y criterio. Es la reconstrucción del edificio del pasado sin consentir que la emoción -por muy legítima que sea- corrompa el mecanismo del entendimiento. La memoria, por contra, se circunscribe al individuo y germina o se agosta en su cerebro. Cada cual cuenta la feria a su manera y recuerda, u olvida, en función de la suerte que haya corrido en ella. Y «all the rest», o es literatura, o es un arrebato -o sea, un alegato- de ideología navajera.

El «Juntacadáveres» de Onetti era literatura y de la buena. Don Baltasar Garzón, en cambio, es un «Juntacadáveres» fallido, un personaje sin aliento. Es, en el límite, un vendedor de peines y un exitoso charlatán de feria. Da mucho que hablar el juez Garzón y, cada vez que habla, no sólo sube el pan, sino que se disparan sus ingresos. Ahora, sin embargo, el disparate es tan intonso, queriendo ser intrépido, que la toga le huele a chamusquina (a azufre ha olido siempre). Flaco servicio ha hecho el «agent provocateur» a la causa de Rodríguez Zapatero al convertir el Día de Difuntos en una festividad perpetua. El presidente ha intentado escabullirse citando, sin saberlo, a Gil de Biedma y zanjando el asunto «según sentencia del tiempo». El alboroto, empero, no remite; se encrespa.

La Fiscalía habla de prácticas espurias, de revanchismo irresponsable, de oficio de tinieblas. De Santo Oficio, en resumidas cuentas, porque en este país es tal el retroceso que hasta la Inquisición vuelve a salir a escena ¿Encarna el señor Garzón a Torquemada? Más quisiera. Un gran inquisidor podía ser siniestro, pero era, también, un teólogo experto y un jurista eminente. Podemos prometer y prometemos que Baltasar Garzón ni es eminente ni es experto. Otrosí: prometemos que tampoco es siniestro (por imperativo legal, naturalmente). Lastima que Vizcaíno Casas no esté en disposición de darle a la tecla. Un «Juntacadáveres» cañí rompía con la pana en las listas de ventas.

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