Jaime Rosales y «Tiro en la cabeza» traen el debate al lugar de los hechos
E. RODRÍGUEZ MARCHANTE
SAN SEBASTIÁN. El cine de Jaime Rosales busca siempre la cara norte para llegar a la cima, el camino más difícil, el menos transitado, y eso lo convierte en un cineasta de poco tráfico y de público alpinista. Tras sus dos primeras ... obras, «Las horas del día» y «La soledad», y recolectar un indudable prestigio y un cierto interés para el público, se lanza a hacer una película sobre el terrorismo de ETA, muda (o al menos en la que no se oyen los diálogos) y con una cámara tan desapegada y mirona al mismo tiempo que transmite temperaturas contradictorias: frío y calor.
«Tiro en la cabeza», que fue presentada en la sección competitiva, se proyectó a la prensa después de que una voz en nombre del Festival leyera un comunicado contra ETA y en solidaridad con las víctimas y los familiares de los últimos atentados terroristas. Desgraciadamente, la película de Jaime Rosales estaba colgada de la más espantosa actualidad. Su proyección deja inevitablemente perplejo al sufrido espectador, pues lo enfrenta otra vez más (ya lo hacía en «Las horas del día») a la transformación de una persona en una bestia. Narra un hecho -unos etarras asesinaron el año pasado a un par de policías jóvenes en Francia-, pero antes nos ofrece una ficción, un generoso, casi profuso, ejercicio de «vigilancia» de un personaje, alguien aparentemente normal, que vive a la luz del día, entre la gente, sin enmascararse ni disfrazarse, que tiene amigos y una amante... El título puede sugerirle dudas al espectador: ¿será quien pone la bala o quien pone la cabeza?... Y de esta duda razonable (es repulsivo, pero exacto, lo que se pueden parecer a cierta distancia el verdugo y su víctima) surge todo un tramo de levísima intriga que le permite a la curiosidad del espectador mojarse algo los labios.
A través de las imágenes de esa cámara de vigilancia, quieta y lejana, vamos teniendo detalles que nos sitúan a ese personaje en el mundo digamos «normal». Nuestra posición, como espectadores, mejora a veces, y obtenemos el contraplano de una segunda cámara vigiladora, pero su actividad no provoca especial interés: la voz del tipo no nos llega, en cambio el ruido ambiente, la calle, la ciudad, lo cotidiano, acompañan su imagen..., la rutina se empieza a apoderar de la parte inventada de la película, hay que pasar a los hechos. Y es entonces, en el momento en que uno está ya macerado de «normalidad», cuando llega la escena cumbre de la película: unos planos muy cortos y certeros entre las miradas del policía y el etarra, que se cruzan al azar en una cafetería. Por primera vez, el frío de las miradas se dirigen a esa cámara, o sea al espectador, que sabe entonces quién es quién y lo que va a ocurrir después.
En fin, hay tantas elecciones en la película de Rosales, tanta «opinión» en esa cámara, que la interpretación de los códigos pueden contradecirse: la confusión del etarra en el paisaje; la irrupción en escena de modo repentino del psicópata asesino, del que mata por inercia; la imagen escalofriante de los dos jóvenes asesinados; un gesto cálido de la bestia a una de sus víctimas atada a un árbol; el final que se elige en vez del que se podría haber elegido un par de días después, cuando atrapan a los asesinos... En fin, cualquier movimiento de cámara, cualquier imagen, gesto o decisión puede ser interpretado de un modo, pero también de su contrario. En cualquier caso, «Tiro en la cabeza» ha traído a la competición del Festival un cine singular, dialéctico, que reclama debate y que no tiene escrúpulos en proporcionarle al espectador tanta reflexión como perplejidad, hastío o aburrimiento.
En los mismos antípodas de la película de Rosales se encontraba la otra que competía ayer por la Concha de Oro, una grotesca comedia fracesa titulada «Luise y Michel» y dirigida por Benoit Delepine y Gustave Kervern. Los protagonistas son dos esperpentos, dos engendros, con la misión de matar al director de una empresa que se cerró dejando a sus trabajadoras en la calle. El argumento, de todos modos, es lo de menos: lo particular es el aspecto de los endriagos y los sucedidos que encadenan, tan desmedidos y extremados que incluso llegan a tener algo de una gracia sucia, por decirlo de algún modo. Pasada media película, parece como si los directores decidieran que ya han llegado al punto de no retorno, y entonces la acción se desparrama como unas natillas líquidas en un plato. Lo que ya era extremo y monstruoso, pierde por completo el contacto con la realidad y el común de los sentidos. Yolande Moreau y Bouli Lanners son los actores que encarnan a «eso» y, francamente, no era fácil.
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