Hazte premium Hazte premium

Es siglo XXI, no XX ni XIX

EN vez de despacharla con cuatro lugares comunes, la crisis del Cáucaso exige un análisis extenso y profundo, primero, porque aquella es una encrucijada de etnias, religiones y recursos que la convierten en un polvorín aún mayor que el de los Balcanes. Segundo, porque está en juego el equilibrio, o desequilibrio, que va a regir el mundo en el siglo XXI.

Si nos contentamos con despachar esa crisis con frases hechas, «el oso ruso», «Putin, el nuevo Stalin», «vuelve la guerra fría», no vamos a resolver nada y, en efecto, vamos a volver a esa guerra o a otra peor. Mejor examinar la situación a la altura del año en que estamos. En 2008, Rusia es un país apeado de la condición de superpotencia que gozó desde finales de la Segunda Guerra Mundial, para ir perdiendo en los últimos años poder, influencia, prestigio, territorios, hasta el punto de verse amenazada de descomposición. Pero aún así, sigue siendo una gran potencia territorial, energética y, sobre todo, militar. Y a una potencia con las segundas reservas energéticas del mundo, con cohetes nucleares de 7.000 kilómetros de alcance capaces de atravesar cualquier barrera antimisiles, no se la puede tratar como, por ejemplo, a Serbia. No se la puede humillar, ni acogotar, ni cercarla de países hostiles, ni alentar la rebelión dentro de ella, porque acabará reaccionando.

Por otra parte, los Estados Unidos tampoco son lo que eran. Siguen siendo la primera potencia mundial, pero su poderío económico y militar ha decrecido. Las guerras de Afganistán e Irak han marcados los límites de su expansión política. La crisis de las hipotecas, los límites de su expansión económica. Nos enfrentamos por tanto a una situación nueva, a un mundo completamente diferente al anterior. Y las nuevas situaciones no pueden resolverse aplicando las viejas fórmulas. Requieren también fórmulas nuevas.

¿Cuál es la nueva situación? Por lo pronto, al comunismo no le ha sucedido la democracia, como esperábamos. Le han sucedido los nacionalismos y los fundamentalismos, semilleros de conflictos. El desplome de la Unión Soviética no ha significado aquel Fin de la Historia anunciado por Fukuyama, con democracia y mercado reinando sobre una especie de paz perpetua. Bien al contrario, ha traído la sustitución del viejo equilibrio nuclear por un desorden mundial, violentísimo e incontrolable. Así se da la paradoja de que los Estados Unidos, que no sufrieron el menor rasguño de la Unión Soviética, sufrieran el 11 de septiembre de 2001 el mayor ataque dentro de sus fronteras. No habiendo logrado hasta la fecha erradicar Al Qaeda, detener a Bin Laden, estabilizar Afganistán ni convertir Irak en una democracia, pese a haberlo ocupado.

Estamos ante nuevos enemigos, que requieren nuevas estrategias y nuevas alianzas. Ahora empezamos a ver tres errores garrafales cometidos desde la vieja perspectiva. El primero, ayudar a los muhayadin a echar a los rusos de Afganistán. Significó una derrota soviética, pero un triunfo del fundamentalismo islámico, que asentó allí sus reales. Y pronto hubo que despachar un ejército para echar del poder a los talibanes, que habían convertido su país en un nido de terroristas. Desde que ayudó a Jomeini y sus ayatolás a desbancar al Sha -a fin de cuentas, un déspota ilustrado-, occidente no se había equivocado tanto.

El segundo error fue invadir Irak. De acuerdo, había que frenar en seco la invasión de Kuwait. Pero ahora vemos que el viejo Bush hizo bien en no seguir hasta Bagdad porque Saddam Hussein -un déspota no ilustrado- era el mejor baluarte contra el fundamentalismo, el que metía en la cárcel a los ayatolás y el que frenaba a los iraníes. Una vez derribado, Irak ha explotado como una granada, Irán se ha convertido en la mayor potencia de la zona, y lo mejor que podemos esperar allí es que se mantenga un equilibrio instable entre las distintas facciones, sin que los fundamentalistas lleguen a controlar el país, con sus importantes reservas de petróleo.

Por último, el reconocimiento de la independencia de Kósovo no fue, parodiando a Talleyrand, un crimen contra el derecho internacional, fue algo peor: una estupidez, al sentarse un peligrosísimo precedente. No se pueden desmontar estados de forma tan frívola. Algo tan peligroso sólo puede hacerse a través de arduas negociaciones, que tengan en cuenta los derechos de todas las partes, minorías incluidas, y los intereses de los vecinos. Por no hablar ya de la viabilidad de esa nueva nación, en el aire, a no ser que se incorpore a una «Gran Albania» -problemas con Grecia- o la financie la Unión Europea, que buena está ella para financiar nada.

A estos tres errores capitales puede añadirse el de animar, tácita o abiertamente, a Georgia a despachar sus tropas a Osetia del Sur, para establecer allí su plena soberanía. Era como meter el dedo en el ojo de Putin, al tiempo que se le daba la oportunidad de hacer lo que venía buscando: consolidar su frontera sur con un golpe de fuerza. Sin que Occidente pueda hacer nada para evitarlo. Cuando se hacen apuestas tan altas, hay que tener las cartas para respaldarlas. Pero ni los Estados Unidos, con dos guerras en curso, ni la Unión Europea, dependiente de los suministros energéticos rusos, las tenían.

Y lo que hubiera sido no ya estúpido, sino suicida, sería haber intentado birlar a Rusia del petróleo del Mar Caspio con ayuda de algunos países de la zona o cerrarle la salida al Mar Negro con ayuda de Ucrania. Que tampoco sería nuevo. Ya lo intentaron ingleses, franceses y turcos en el siglo XIX, en la famosa Guerra de Crimea. Pero estamos en el siglo XXI, y no sólo la situación es otra, sino los rusos son otros, con los misiles de que hablábamos.

Conviene por tanto afrontar la crisis del Cáucaso sobre bases reales antes de que se nos vaya de las manos. No estamos en la vieja y predecible confrontación Este-Oeste. Nuestro mundo ha dejado de ser bipolar para convertirse en multipolar, donde ni siquiera la primera potencia es capaz de imponerse en uno de los países más atrasados del planeta, Afganistán, ni la principal amenaza es el comunismo. Es el terrorismo, el nacionalismo, el fundamentalismo, el fanatismo, el caos, la desintegración. Eso amenaza tanto a Rusia como a Estados Unidos como a la Unión Europea, siendo todos ellos aliados naturales en esa guerra, a no ser que estén ciegos o quieran perderla.

La primera tarea política de nuestros días es convencer a Rusia de que tiene más que ganar que perder solucionando los conflictos en su torno de forma civilizada, a base de negociaciones y consensos en vez de por la fuerza, como intenta hacer Sarkozy. Por su parte, occidente debe dejar de ver en Rusia una potencia derrotada, a la que puede esquilmarse impunemente, recortándole recursos, territorios y zonas de influencia. Hay que empezar a verla como un potencial aliado en la verdadera batalla de nuestro tiempo: establecer un nuevo orden mundial. La Rusia de Putin no es la Rusia de Yeltsin, pero tampoco es la de Bresniev. Es una nación que intenta dejar atrás un pasado trágico, para convertirse en un país moderno, no sólo en el terreno militar, sino también en el civil. Algo que requiere su tiempo, como sabemos bien los españoles. Pero que de lograrse, irá en provecho de todos. Aunque si insistimos en aplicar con ella políticas del siglo XX, e incluso del XIX, lo que conseguiremos es volver, no a la guerra fría, sino a una serie de pequeñas guerras calientes, de las que sólo aprovecharán los enemigos comunes.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación