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Sebastián Castella

A Sebastián Castella, el torero de Béziers, lo descubrí la temporada pasada en una corrida de San Isidro que salvó mi afición taurina. Castella tuvo que bregar aquella tarde con un toro que era una alimaña, bajo un diluvio que borraba los contornos de las ... cosas y convertía el ruedo de las Ventas en un barrizal. Fue la suya una faena homérica que me detuvo la sangre en las venas, sobrecogedora de principio a fin, con un Castella que parecía un soldado en el bosque de las Ardenas, mínimo y solo ante la vastedad del miedo, pisando descalzo los charcos como quien pisa un campo sembrado de minas. El toro no miraba la muleta, ofuscado por el cortinón de agua que caía sobre Madrid, y volteó en varias ocasiones al francés, buscándole las entretelas del corazón; pero Castella, que tiene un corazón fundido en alguna aleación inexpugnable, siguió citándolo desde lejos, siguió pisando los terrenos más comprometidos, hasta convertir la plaza entera en una plegaria de congoja y helado espanto. Decía Foxá que el toreo es un ballet con música de fondo compuesta por la Muerte; y aquella tarde, Castella, más que danzar al son de esa música, se abrazó a ella con ansias de enamorado, como si quisiera zambullirse en su dulce amado centro, como si quisiera correr el último velo que separa el más acá del Más Allá, para abrasarse en el manantial donde fluye el agua última. Quedé aquella tarde estremecido de un temblor que aún me dura, cuando lo evoco.

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