Mickey Rourke y el filme «The wrestler» dignifican la Mostra de Venecia
Mickey Rourke es un espantajo, un tipo distorsionado por el tiempo (y lo otro) y que le muestra al mundo su imagen como abollada por un cristalón cóncavo. Tiene el rostro abotargado y da la impresión de pensar lento, como un minuto sí y otro ... no... A Rourke no lo ha respetado ni el dinero, ni la fama, ni la naturaleza, ni sus propios fans, ni siquiera el mismo Rourke. Ayer llegó este hombre al Festival, casi en su clausura, como si fuera una cita entre dos monstruos completamente acabados; venía Rourke con una película de Darren Aronofsky, un director peculiar en lo bueno y en lo malo, que se titula «The wrestler». La cosa resultó así de sencilla: esta edición pésima, incluso ridícula, de la Mostra de Cine de Venecia, se ha visto repentinamente ennoblecida con la dolorosa, extrema, hercúlea y sensible interpretación de este actor, que encarna (además de probablemente a sí mismo, en todo su amargor) a un viejo luchador de pressing catch llamado Randy, «The Ram», un tipo que usa la lona para darle sentido a los porrazos que se lleva también fuera de ella. Un teatro patético, una farsa llena de personajes absurdos que se masacran sin la menor acritud entre ellos, todos vencedores, todos perdedores, y en el que Rourke, o Randy, adquiere su mejor forma, o formato, pues fuera de allí no es más que un espantapájaros teñido de rubio, con una melena como la de Kim Bassinger en «Nueve semanas y media» y con la expresión boba del que no ocupa su lugar.
A falta de unas horas para que den los premios de esta edición de la Mostra, es imposible imaginar que Mickey Rourke no gana el de interpretación masculina. Pero, todavía más, «The wrestler» está a millones de años luz de cualquier otra película proyectada aquí; el León de Oro es suyo, se lo den o no se lo den los miembros del jurado, que preside el señor Wim Wenders. Y es ridículo pensar en otro premio de interpretación femenina que el que se merece Marisa Tomei, por su modo de interpretar la contraportada del personaje de Rourke en una mujer que hace «striptease», también subida en la lona de un sórdido club.
En contra de la hasta ahora personalidad cinematográfica de Aronofski, en esta película no se busca a sí mismo, sino que enfoca hasta la obstinación a ese rostro machacado, ese boto de cuero viejo de su personaje. La sensación mientras ves «The Wrestler» y a su duro y conmovedor protagonista (¿de dónde le saldrán las lágrimas al reseco Rourke en un par de escenas emotivas con su hija?) es la que se tiene al quitarle el tapón al lavabo y ver cómo enfila el agua hacia abajo.
Hoy se clausura una de las más endebles ediciones de la Mostra en estos últimos siglos. Prácticamente vacía, aunque igual de pretenciosa que en las grandes ocasiones. Marco Muller ha encontrado «autores» como yo el billete de cincuenta euros que perdí el primer día. Afortunadamente, «The Wrestler» y Mickey Rourke y Marisa Tomei le han dado sentido a casi dos semanas de espera. Ese es su premio, y si hoy les dan otros, también se los merecerán. Aparte de esto, y por citar algo de lo visto que tenga empaque, pues deberían estar en el palmarés Guillermo Arriaga con «The burning plain», Kathryn Bigelow con «Hurt Locker», Jonathan Demme con «Rachel getting married» y probablemente Marco Bechis con «La tierra de los hombres rojos», porque es italiana y porque no hay mucho modo de premiar otra cosa italiana. Ayer se proyectó la cuarta película italiana en la competición, la titulada «La semilla de la discordia», de Pappi Corsicato, probablemente la peor de todas, y eso que se lo habían puesto difícil Ozpetek y compañía.
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