Festival de Venecia. Cruce de «kas» entre Kiarostami y Kitano
Kitano y Kiarostami, dos de los principales representantes del «cine con K», tuvieron ayer la ocasión (y la aprovecharon) de complementarse cinematográficamente. Sus películas, «Aquiles y la tortuga» y «Shirin», poca cosa decían cada una por su lado, pero juntas eran todo un ejemplo vivo ... de cómo descubrir al cineasta obsesionado por adelantarse a sí mismo. El «cine con K» no es un fenómeno nuevo, aunque ha sido en estos últimos años cuando ha alcanzado niveles de prestigio enormes, hasta el punto de que era muy complicado ser alguien en este mundo sin tener al menos una «k». En los casos de «doble k», como Kaurismaki o Kieslowski, la fe por ellos podría haber llevado bastón blanco.
Kitano en «Aquiles y la tortuga» cuenta con su estilo y con su gracia la vida de Machisu, un pintor sin éxito que corre y corre detrás del «arte» pero siempre le quedará un tantito así para llegar a él. La película, de arranque descriptivo, trata la infancia y la juventud de Machisu, tan enfrascado en su carrera tras la pintura que, al cabo, en lo que se convierte es en corredor más que en pintor... La madurez de Machisu la interpreta el propio Kitano, y le da ya el tinte patético a su obra autodestructiva (o sea, la del personaje y la del propio Kitano) mezclando búsqueda, extravagancia, extremo, lo que sea con tal de ligar esos dos conceptos tan fructíferos y también mortíferos como la originalidad y el arte.
Ser original para ser artista... No buscar la película, sino la originalidad... El arte visto de espaldas... El cineasta iraní Abbas Kiarostami hasta hace bien poco, no buscaba: encontraba. No es que hubiera verdad en su cine, es que no había otra cosa que alrededores. La maquinaria del aliento (o como se diga en francés) le ha calentado su arte hasta el punto de que ya no se conforma con encontrar: anhela buscar. Y busca. Y busca. En «Shirin» busca su película en el contraplano de la sala, en el rostro de cientos de espectadoras femeninas que asisten a una proyección de ese cuento persa sobre la heroína Shirin, huida de un harén y viajera en busca del amor... Nosotros, los espectadores B, no vemos la película, sino que vemos los rostros de ellas, las espectadoras A, que amoldaran sus rostros a las circunstancias dramáticas. En fin, tan nuevo y tan viejo... Casi dos horas de primeros planos de todas las caras hermosas del cine iraní (también la de la actriz Juliette Binoche, que sale tres o cuatro veces) y de una película «fuera de campo». Sin duda, Kiarostami ha buscado, o rebuscado, su modo de decir algo, pero ¿qué es lo que ha encontrado? Más aun, en el caso de que haya encontrado algo en esto, ¿cuál es su valor?, ¿merece el tiempo invertido en ello?, o sea, ¿el de Kiarostami y el de uno mismo? El público se apresuró a correr de la sala, unos como Aquiles y otros como la tortuga, y al final, cuando aquello llegó a la meta, ni siquiera nos esperaba un premio a los cuatro desgraciados que quedamos.
Valentino en La Fenice
Hubo otro título en competición, el alemán «Jerichow», de Christian Petzold, una versión fresquita y báltica de «El cartero siempre llama dos veces» pero con el sello cambiado. Más que revueltos, o pegados, los personajes practican las tres en raya; hay algún buen momento de leve intriga y se puede decir que ella, Nina Hoss (ganó el premio de interpretacion en Berlín por «Yella», también dirigida por Petzold), tiene poca cosa que envidiar, al menos en la topografía, a Jessica Lang y a Lana Turner.
Pero, el protagonista, protagonista de la jornada de ayer aquí en la Mostra de Cine fue Valentino. ¿Qué Valentino? ¿Rodolfo? No, Valentino, el último emperador, que es como se titula el documental sobre el célebre modisto o diseñador de moda, que anoche triunfó en La Fenice sin dar ni una voz.
AFP
Valentino junto a Eva Herzigova, en la presentación en Venecia del documental «Valentino, el último emperador»
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