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Buñol, un síntoma

LA noche de San Juan, iluminada en todo el Mediterráneo -y en La Coruña- por las hogueras que prende El Bautista, suele iniciar en España la larga lista de festejos veraniegos que alcanzan hasta que el arcángel San Miguel nos trae el consuelo -o el castigo- de sus veranillos. En ese tiempo, más propio para la sombra que para el sol, se incrusta un gran número de tradiciones. La mayoría de ellas, bárbaras. Impropias de un país civilizado en el que ya hemos hecho excepción, y yo gustoso, de la fiesta de los toros, en la que se entretejen la tradición verdadera -no inventada-, el arte de lidiar y la majeza compensadora de nuestros modos huraños. Algo consustancial con un espíritu nacional en el que resultan inevitables el culto y la burla a la muerte.

Entre los festejos indeseables que cuajan en el verano español hay muchos con toros. Los encierros, tan glorificados, son parte de ellos y algo distante, por mucho que quiera incrustárseles, de la verdadera Fiesta. Peor parecen los que conllevan alanceamientos, ensogados o embolados ardientes de toros. Los que obligan al animal a saltar al vacío desde el campanario de una iglesia y, en general, cuantos desprecian la vida y la dignidad de los animales, tal que la cucaña con una gallina en su punta o la piñata de la que pende, mejor que una olla, un animalito vivo.

Suele invocarse la tradición para justificar, como hacemos los taurófilos, ese tipo de celebraciones que, sin ninguna excepción y por orden gubernativa, ya que no funciona un sistema educativo que debiera haber germinado la erradicación de las costumbres salvajes, debieran ser prohibidas en nuestro abultado calendario festivo. Lejos de ser así, brotan fiestas nuevas, igualmente inciviles, y engordan y se propagan porque la magia de la televisión, tan incapaz para predicar los hábitos civilizados y cultos, es implacable en la metástasis de la fealdad y el mal gusto, en la proyección de todo cuanto escape de una esencia cortés y acredite malos modos.

No quiero citar los centenares de municipios a los que aludo más arriba para evitar una sobredosis de irritación popular. La mayoría de quienes se entregan a esas prácticas no suele tener conciencia de su perversión o, peor todavía, entiende que la costumbre todo lo justifica. Como si meterle un palo en un ojo a una pobre vaca equivaliera a preparar las rosquillas o los bizcochos con los que también, y mas sabiamente, se celebran las fiestas de toda la vida. Señalaré, por especial y más reciente, el caso de la localidad valenciana de Buñol en la que acaban de participar 40.000 personas que se han gastado 113 toneladas de tomates en arrojárselos los unos a los otros. El éxito popular de la «tomatina» es inmenso y acuden a gozarla turistas de las mas raras y lejas procedencias; pero, si bien se mira, el acontecimiento, guarrón y despilfarrador, es todo un síntoma de la zafia realidad, por alegre que parezca, que se esconde entre nosotros.

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