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Tragedia en Barajas

APARTE de la escalofriante escalada en el número de víctimas que iba convirtiendo el accidente de Barajas en una tragedia de proporciones dantescas, lo que más me impresionó durante la tensa tarde del miércoles pegados al televisor en espera de noticias, fue ver a pasajeros de otras compañías acercándose a los mostradores a preguntar impacientes cuándo salía su vuelo. Algo que indicaba dos rasgos muy característicos de nuestra época: aunque vivimos rodeados de riesgos, creemos que la tragedia sólo alcanzará a los demás, nunca a nosotros, y que nos hemos acostumbrado a tomar el avión como a tomar el autobús, asumiendo que es un medio de transporte tanto o más seguro que los restantes.

En lo primero nos equivocamos, en lo segundo, no. Tanto aparatos como tripulaciones están sometidos a controles periódicos y regulaciones estrictas que garantizan la máxima protección, como demuestra el hecho de que, calculada por hora y pasajero, la siniestralidad aérea es menor que la de la carretera o la ferroviaria. Pero, un gran pero, con el inconveniente de que cuando ocurre, las consecuencias son catastróficas, al producirse en un medio, el aire, que no es el habitual para la especie humana.

«Un accidente aéreo no ocurre por un solo fallo. Todos los fallos están previstos y controlados. Es la acumulación de ellos lo que provoca la caída o incendio de un aparato», escuché en la McDonnell Douglas y en la Boeing, las dos grandes compañías aeronáuticas norteamericanas durante la visita que como corresponsal les hice con objeto de escribir un reportaje. En lo segundo que coincidieron fue en que «los momentos más peligrosos son los del aterrizaje y el despegue. Una vez en el aire, el avión, incluidos los Jumbo, pueden volar con un solo motor, e incluso planear».

¿Cuáles fueron los fallos que trajeron la tragedia de Barajas? ¿Los llevaba ya el aparato antes de salir o se produjeron al despegar? ¿Hubo fallo mecánico, de los pilotos o ambos? ¿Se atendió debidamente la alarma que obligó a abortar la primera salida del vuelo? ¿Hasta que punto eran fundadas las quejas de los pilotos sobre las presiones que venían sufriendo para «transgredir las normas», por parte de una compañía acosada por diversos frentes en los últimos tiempos? No lo sabemos, aunque esperamos que la investigación en marcha nos lo aclare, y no sólo porque la memoria de las víctimas lo exige, sino también para evitar en lo posible su repetición. Especular sobre ello mientras el dictamen de los expertos no llega me parece muy periodístico, pero muy poco serio, ya que puede llevar a conclusiones erróneas, que sólo agrandarían la tragedia, ya bastante abultada de por sí.

Otra cosa es la política informativa adoptada desde que, cuando acabábamos de comer, supimos del accidente. En un principio no se le dio excesiva importancia, cuando la dirección del aeropuerto debía de estar ya al tanto de su magnitud. Luego, se fueron ampliando poco a poco sus dimensiones, hasta que, bastantes horas más tarde, se nos puso al corriente de lo que realmente había ocurrido, una vez que el gabinete de crisis, con el presidente del Gobierno a la cabeza, estaba sobre el terreno. ¿No se calculó en sus exactas proporciones, no quiso sembrarse la alarma o intentó escenificarse una presentación oficialmente maquillada de la tragedia? No lo sé. Pero todo apunta que hubo, si no apagón informativo, sí, un deliberado retraso en dar cuenta de lo que había ocurrido, con lo que se aumentó la confusión entre el gran público y la angustia de los familiares de las potenciales víctimas, que tenían que fiarse de testigos presenciales, que aportaban su visión parcial de la catástrofe, no la panorámica que todo el mundo esperaba.

Habrá, por tanto, que aclarar también esto, junto a las causas técnicas del accidente, ya que sólo la escueta y completa verdad podrá aliviar en parte los daños de toda índole causados por esta nueva tragedia que se ha abatido sobre Barajas, y evitar en lo posible su repetición.

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