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El oso de cartón

Si en política internacional se repartieran galardones, como ocurre en los JJ.OO. con las proezas atléticas, la medalla de oro de la estupidez se la llevaran al alimón Bill Clinton y George Bush.

Y en concreto por la patosa, miope, mezquina y peligrosa forma en que ambos presidentes norteamericanos han manejado las relaciones con Rusia.

El desmoronamiento de la URSS dio a EE.UU. y a sus aliados una oportunidad histórica. Se acababa la Guerra Fría, el mundo dejaba de ser bipolar y las circunstancias parecían ideales para cambiar de verdad el panorama del planeta.

Lo crucial era contribuir a que la democracia arraigara en Rusia. No expandir la OTAN hacia el este. Y sin embargo, aprovechando la debilidad del Kremlin, la miseria económica que atosigaba al antiguo imperio de los zares y la confusión del momento, se optó por llevar la Alianza Atlántica a tiro de piedra de Moscú.

Se partía de dos falsas premisas. Una, fue atribuir a los rusos, como algo impreso en su código genético, tendencias dictatoriales, mañas mafiosas y proclividades que hacen imposible portarse de modo civilizado. Otra, fue dar por supuesto que Rusia sera siempre demasiado débil para amenazar a los nuevos amigos de Occidente.

El rosario de humillaciones ha sido continuo. Mientras se les repite que deben portarse como refinados demócratas, se les trata como si fueran rancios aparatchik soviéticos. Da igual lo que opinen o lo que voten en el Consejo de Seguridad.

Ni sus sentimientos, ni sus intereses, ni su orgullo nacional han sido tenidos en cuenta. La última gota, en la copa de las ofensas, fue el reconocimiento de la independencia de Kosovo.

Rusia no volverá a invadir Europa del Este, pero son multitud los problemas mundiales que no pueden resolverse sin su concurso, como demuestran Irán, Irak o Afganistán.

El elevado precio del petróleo y la gigantesca producción rusa dan a Putin herramientas para volver a jugar como superpotencia en la escena internacional. Rusia no es un oso de cartón, como tampoco lo era la URSS.

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